Julio Castro: un pedagogo "maldito"
Carlos Quijano nos escribió desde México el 24 de abril de 1980: «Un día nosotros haremos justicia a Julio. Y si el tiempo se nos va, otros lo harán por nosotros».
Miguel Soler Roca1
La tradición del pensamiento nacional latinoamericano y, más precisamente, Norberto Galasso, utilizan la categoría de "pensador maldito" para englobar a una serie de hombres, de ideas y otras figuras históricas que fueron silenciadas intencionalmente por la historiografía y por los centros de conocimiento semicolonial. Ingresan al interior de esta categoría aquellos hombres y mujeres que ponen en tensión los relatos establecidos, pero sobre todo las prácticas en determinadas disciplinas del pensamiento y la ciencia.
Podemos incluir en la categoría al protagonista de este artículo, Julio Castro, "el pedagogo uruguayo", ya que cuando hablamos de pedagogía en el país oriental el primer nombre que registramos (producto de la colonización cultural) es el de José Pedro Varela, cuya obra fue contemporánea con la de Sarmiento y encuentra puntos de comunicación con el legado del sanjuanino.
Con respecto a Castro, y a modo de presentación, sostenemos que su obra en la planificación del magisterio trascendió las fronteras del Uruguay, producto de su preocupación latinoamericana. Su lugar de nacimiento fue clave para analizar los principales temas de interés de su producción, en especial la educación rural.
El presente artículo busca analizar una serie de trabajos escritos entre la década del ‘40 y ‘50, publicados en su mayoría en el semanario Marcha, centrados en el estudio de la pedagogía uruguaya y latinoamericana, a través de los cuales se advierte, por parte del autor, un enfoque humanista y una clara inclinación por la defensa de la educación pública, la cual se desprende de la necesidad de ampliar la idea de justicia social en el ámbito de la ruralidad.
Crítica a la educación liberal
Castro sueña una escuela al calor de las cenizas del Uruguay semicolonial que comenzaba a desintegrarse una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Piensa una escuela desde la crisis y a esta última la ve como una instancia de posibilidad, como un despertar del letargo batllista en materia educativa.
A modo de resumen, y siguiendo la interpretación de Carlos Real de Azúa (1964, p. 45), la educación en Uruguay también transitó la dinámica del impulso y el freno. Precisamente, Batlle significó la consolidación de ese impulso, en un contexto de estabilidad política, crecimiento de la economía agrícola y políticas sociales avanzadas para la época, de la cual se desprendía la política educativa. Sin embargo, el cambio en el comercio internacional luego de la Segunda Guerra Mundial obligó a Uruguay a tomar decisiones respecto de su estructura económica y del ensamblado entre la ciudad, la pradera y la frontera. Estas dos últimas conformaban precisamente un espacio donde la política social no había logrado extenderse, y son el centro de la crítica de la obra de Julio Castro en materia educativa.
Julio Castro en Ecuador. Fuente: Cuaderno de Historia 12, Biblioteca Nacional (Uruguay).
Castro va a analizar el batllismo en el ámbito educativo, situación que lo lleva, por añadidura, a adoptar una postura crítica frente a un escenario de desigualdad entre la pradera y el puerto. Su método de análisis es sencillo: señalar lo que falta. La agonía del modelo no iba a brindar respuestas, pero también era necesario discutir ideológicamente las consecuencias del liberalismo uruguayo.
Castro se siente portador de una sensibilidad generacional, por eso habla en términos fundantes. Para él, hay que pensar en términos de Escuela Nueva en oposición a la institución de principios de siglo, la cual no logró adaptarse a la actualidad uruguaya. Castro no concibe a la escuela de manera aislada, sino que la piensa inserta en la comunidad y, sobre todo, desde la ruralidad. La institución escolar es, para él, la primera instancia para superar la injusticia y la desigualdad social en el Uruguay.
La concepción liberal de la educación es de base individualista, donde las desigualdades tienden a equilibrarse de manera natural, racionalmente. Le resta importancia a la carga valorativa en pos de exacerbar la idea de libertad. El individuo aislado debe aprender más allá del contexto en el cual se desarrolla. El principal límite a esa libertad, señala John Dewey (2004, p. 319), es que aquella es también una cuestión social, ya que no existe la educación individual. Llegado el caso, esta libertad va a depender de factores y relaciones de poder construidas socialmente.
Existe un punto de conexión que vincula a la intelligentzia liberal, esto es, el cruce entre cultura y educación. Es así que el liberalismo parte de la idea de que la educación tiene un correlato directo en la transmisión de cultura y esto promueve el desarrollo del individuo. Siguiendo a Dewey, vemos cómo la transmisión cultural funciona como un perfeccionamiento de la personalidad (el individuo), lo que genera un signo en la división social.
La principal crítica en la obra de Castro al ideal de cultura liberal radica en la idea de que aquella aparece como un bien en el ámbito educativo que se le otorga de manera lineal al individuo inculto, una suerte de filantropía donde existe un donante o un mecenas que brinda su cultura al inculto. Castro observaba que esta relación se reproducía —sobre todo en el ámbito rural— a través del trato familiar.
Castro consideraba el respeto a los grupos y a las diferentes comunidades como un elemento central, ya que estas, en sus distintos niveles, poseen capacidad de creación y saberes que van más allá de la relación docente-estudiante. Con esto, Castro discutía con la idea liberal que niega valores y que jerarquiza el bien supremo en tanto libertad. Al recuperar la importancia de la tradición y la comunidad, le otorgaba centralidad a la escala de valores, respetando diferencias entre educadores y educandos. Esto va de la mano de la discusión en torno a lo que, en pedagogía, se denomina recuperación social; es decir, otorgar el alfabeto a la ignorancia. Esta actitud terminó generando conductas reactivas que, a la larga, derivaron en el fracaso de la educación.
La coerción, entendida como imposición de la cultura, afectó el precepto original de la educación. Esto se debió, fundamentalmente, a la aplicación de una visión etnocéntrica, en la cual los procesos de aculturación solo promovieron anomia y falta de pertenencia, debido a la distancia establecida entre el estudiante, el docente y la realidad.
La educación liberal se encargó de acentuar la individualidad y la libertad; con ello, promovió la competencia, en la cual la relación educando-educador carecía de función social. Castro parte precisamente de esta función y le agrega otra dimensión: todo acto educativo es político. En este sentido, incluso es posible establecer un parangón con Jauretche (1959, p. 32), en su reversión del axioma “la política como historia del presente y la historia como política del pasado”. Para Castro, la educación es la historia del presente, y la historia de la educación también permite comprender épocas pasadas.
Castro, con el corazón en la ruralidad y la cabeza en el puerto
Los trabajos de Castro están situados en el ámbito de la pradera y tienen como núcleo central la crítica a la educación rural. Sostiene como principal denuncia que no se fundan escuelas en el mundo rural. Esto se explicaba, principalmente, por un flagelo que atravesó la demografía uruguaya del siglo XX: la concentración de la población en Montevideo. La falta de construcción de escuelas es una de las razones que explican el abandono del estudiantado, pero Castro profundiza el análisis al sostener que la escuela genera realidad o, mejor dicho, la desnuda. En la pradera, quienes logran terminar la escuela son los primeros en poder señalar y caracterizar el drama que sufren los habitantes del campo oriental.
Dentro de sus críticas a la concepción etnocéntrica de la educación, Castro refuta la idea de la centralidad de la universidad en la vida social uruguaya. Muy por el contrario, para el pedagogo uruguayo, la intelligentzia yerra intencionalmente el foco de análisis, al sostener que lo que debe preocupar al Estado no es únicamente el desarrollo universitario, cuando, en todo caso, quienes acceden a esa instancia representan apenas el 10% de los estudiantes del nivel secundario. Con esto, señalaba la necesidad de centrar la atención en el desarrollo de la educación media.
La crítica de Castro se extendía a todo el sistema educativo y mucho más. La pradera no lograba contener a los pocos egresados que promovía del liceo (escuela secundaria), quienes iban en ganado con el deseo de formar parte de la oferta laboral de Montevideo. En paralelo, los docentes también preferían trabajar en la ciudad, y llegaban a la pradera a dictar clases con muy poca motivación. Para Castro, estos eran los fracasados de la actividad profesional, promotores de la inercia y la falta de compromiso. Todos estos elementos contribuían a acentuar la distancia entre estudiantes y docentes.
La docencia en la ruralidad no se proponía brindar explicaciones científicas que aportaran naturalidad al desenvolvimiento de la cotidianeidad. En ese punto, es interesante un artículo de Castro publicado en el semanario Marcha en 1957, titulado "La cigüeña pecaminosa", donde el autor advertía sobre la falta de seriedad con la cual los docentes educaban acerca de la reproducción humana, a la que caracteriza simplemente como un problema biológico, más allá de las dimensiones morales que parecían ser bastante comunes en los docentes rurales.
Escuela rural uruguaya hacia 1890. Fuente: Uruguay Educa (https://uruguayeduca.anep.edu.uy/recursos-educativos/285).
Enseñar el ciclo biológico de manera natural, sin artilugios ni leyendas, desalentaba la curiosidad acerca de "lo prohibido" que es propio del manual docente rural. De esto se desprendía un tema que iba más allá de la escuela: el enfoque de Castro sostenía que los problemas de la educación excedían las cuatro paredes de las aulas y que eran de índole social y política. Detrás de la advertencia acerca de cómo explicar el ciclo reproductivo, se encontraba un llamado de atención a todo el sistema de salud, que en el campo encontraba diferencias sustanciales con respecto a la ciudad.
Siguiendo la argumentación y los trabajos de Castro sobre el tema, la educación posee una matriz conservadora, lo que en los países dependientes era sinónimo de liberalismo. El autor, como miembro de la Generación Crítica uruguaya (Rama, 1972), se encontraba conmovido por el letargo en que se generaban los cambios en la sociedad. Así, la educación terminaba siendo una caja de resonancia de la modorra uruguaya. Esto se expresaba en la falta de adecuación de los manuales y los programas de estudio, los cuales, señalaba Castro al promediar el siglo XX, eran similares con los que se formaron sus padres. Así, si el sistema en su totalidad experimentaba una crisis, la educación no era autónoma a ese contexto. El temor de Castro era el porvenir uruguayo. Si la crisis era en presente, esto iba a impactar directamente en la formación, es decir, en el futuro de los estudiantes. Castro observaba cómo el campo comenzaba a despoblarse y la educación a degradarse. Esto repercutía tanto en la deserción escolar, en la falta de apertura de grados, en el agrupamiento de cursos con niños de diferentes edades como así también en las inasistencias. Castro observaba que la cantidad de faltas era superior en el campo que en la ciudad.
Para Castro, al momento de su producción, el delay de la educación uruguaya ya era de 100 años, y es que escribir y pensar en la década del cincuenta eran actividades que se encontraban atravesadas por los aniversarios. Por ejemplo, 1950 significó el centenario de la muerte de Artigas, lo que derivó en una prolífica obra por parte del todo el círculo intelectual uruguayo, muchos de los cuales comenzaron a revisar la obra del caudillo oriental. Lo mismo ocurrió en 1945, con el centenario del nacimiento de Pedro Varela, el “educador” uruguayo. Para Castro, había dos retratos que se mantenían firmes, más allá de la coyuntura política, en cualquier aula y dependencia educativa: el del caudillo y el del educador. De ahí la centralidad que tenía en la vida pública la educación.
El segundo hombre más importante de la historia moderna del Uruguay se dedicó a la política educativa, pero como una nota trágica del país oriental, lo que aparecía como impulso se convertía en ancla y freno. Es que, para Castro, la obra de Varela debía ser revisada; inevitablemente el país había cambiado y la educación debía seguir el curso de la historia. La gran construcción de Varela fue que la escuela se convirtiera en la institución impulsora del progreso. El temor de Castro era que esa luz fuera extinguida al promediar el siglo XX. Observaba y criticaba al Estado uruguayo por la incompetencia, el abandono que minaba la educación y con esto el futuro del Uruguay. El sistema educativo se había convertido en la cueva de los analfabetos que sabían leer, decía Castro. Era necesario, entonces, impulsar un sistema que promoviera y destacara el conocimiento de lo popular, que generara cercanía y que incentivara la creación. Esta última era la palabra clave al promediar la década del cincuenta, una palabra a la cual acudieron los pedagogos insertos en la matriz de pensamiento latinoamericana.
José Pedro Varela. Fuente: Wikimedia Commons (https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jose_Pedro_Varela.jpg).
Era el momento de la "transformación" del sistema y esto se traducía en un programa de reforma educativa. Era necesario repensar los manuales editados en el puerto, que no contemplaban el sentido común. Para Castro, el niño era sujeto de conocimiento. Lejos de la erudición que promovía la intelligentzia semicolonial, había que iniciar al mundo en el conocimiento de los problemas que lo rodeaban, de sus necesidades, de la cotidianeidad. Es que la escuela de la semicolonia uruguaya se mostró indiferente de la realidad, partía del libro para llegar al libro, nunca tomaba como referencia al estudiante y su problemática.
El pensamiento de Castro se traducía en planificación, y esta, a su vez, en una propuesta orientada a ajustar la escuela a su entorno, fundamentalmente al contexto rural. Si se lograba ese objetivo, el niño tendría un vínculo diferente con la escuela, al igual que sus padres.
Por último, podemos pensar a Castro como un hombre con una marcada impronta generacional. Él mismo se consideraba como tal y sabía que cada generación deseaba formar a sus hijos a su imagen y semejanza. Precisamente esa imagen, para Castro, ya no era la foto blanco y negro de 1905. Como todo pensador nacional, para reflexionar acerca del sistema educativo, para pensar su transformación y elaborar un programa debió también desaprender. Desarmar las bibliotecas de la pedagogía semicolonial que, en Uruguay, habían generado una doble distancia: la de la ciudad con la pradera y la del docente formado en la ciudad con la comunidad rural.

Notas:
1. Frase de Miguel Soler Roca, compañero de Quijano y de Castro en las misiones socio-pedagógicas, durante un homenaje realizado en 1987 en el Paraninfo de la Universidad de la República, al cumplirse diez años de la desaparición de Castro.
Referencias:
- Castro, J. (1938) Vida de Basilio Muñoz. Hombre de ayer, de hoy y de mañana. Montevideo: Editorial Acción.
- (1939) El Analfabetismo. Coordinación entre Primaria y Secundaria. Montevideo: Editorial Imprenta Nacional.
- (1942) El Banco Fijo y la Mesa Colectiva (Vieja y Nueva Educación). Montevideo: ICER.
- (1944) La Escuela Rural. Montevideo: Editorial Talleres Gráficos.
- (1949) Cómo viven los de abajo en los países de América Latina. Montevideo: Publicación de la Asociación de Bancarios del Uruguay.
- Dewey, J. (2004) Democracia y educación. Madrid: Morata.
- Jauretche, A. (1959) Política nacional y revisionismo histórico. Buenos Aires: Ediciones Huemul.
- Rama, Á. (1972) La generación crítica: 1939-1969. Montevideo: Arca.
- Real de Azúa, C. (1964) El impulso y su freno. Tres décadas de batllismo y las raíces de la crisis uruguaya. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.