Indios, criollos y británicos en la formación surera argentina (II)
Este trabajo corresponde a la segunda entrega de la serie de cuatro artículos que completan el ensayo Indios, criollos y británicos en la formación surera argentina. El presente apunta a restituir la riqueza y complejidad en la formación territorial meridional argentina focalizando en el papel que le cupo a la constelación de pueblos indígenas en la región pampeano-patagónica desde un horizonte nacional americanista.
El entramado que se entreteje entre los elementos ecológico-ambientales y los modos de apropiación social de los grupos involucrados, a través de sus prácticas vitales de carácter económico, político y cultural sobre el terreno, es medular para entender el despliegue histórico del “complejo mapuche-tehuelche” en su vínculo estrecho con la sociedad hispano-criolla. Hay dos elementos decisivos: por un lado, la ancestral adaptación y organización a partir de las condiciones naturales de la vasta geografía y, por otro, la posterior —y decisiva— incorporación del caballo y el ganado cimarrón luego de la llegada de los españoles.
Como Raúl Mandrini e Irma Bernal, quienes realizan una historización del poblamiento indígena con base en el proceso de ocupación del espacio en el actual territorio argentino, ponemos el foco en la apropiación de las condiciones naturales por parte de los pueblos indígenas que dio como resultado "modos de vida" específicos y tipos de organización territorial acordes que incluyeron tecnologías de adaptación a los condicionantes del ambiente, manifestaciones estético-religiosas y cosmovisiones particulares. Este enfoque “espacialista” tiene la virtud de romper decididamente con la habitual ubicación de lo indígena en un plano “mítico cultural", de carácter abstracto, a-histórico y a-geográfico, propio de las miradas antropologizantes.
En el caso de los tehuelches, su cultura y etnicidad se fueron delineando como consecuencia de la manera de valorar y recurrir a las disponibilidades naturales, con marcadas diferencias entre los tehuelches meridionales, fuertemente condicionados por la espacialidad árida de la meseta patagónica que se despliega desde el estrecho de Magallanes hasta el Río Negro; y los techuelches septentrionales, vinculados a la llanura pampeana con alta disponibilidad de campos de pastoreo y mayor variedad de fauna. A diferencia de los mapuches (es decir, araucanos en lengua original), era un pueblo trashumante que surcaba la meseta patagónica en continuos desplazamientos en búsqueda de aguadas y animales para cazar.
"Indios amigos" con sus lanzas. Choele Choel. Indios de Linares. Antonio Pozzo. Fuente: Archivo del Museo Roca – Instituto de Investigaciones Históricas.
Los mapuches eran sedentarios debido a las condiciones ecológicas de los valles cordilleranos que habitaban desde tiempos remotos, los cuales les permitían el desarrollo de la agricultura y la producción de alimentos, cerámica y metalurgia, al menos hasta finales del XVIII y, sobre todo, a inicios del XIX, cuando iniciaron su desplazamiento transcordillerano producto de la presión y avance de las autoridades borbónicas y, posteriormente, de los gobiernos criollos, los cuales desconocieron los “derechos sobre la tierra” otorgados por el rey de España a los araucanos en 1641 (al sur del río Bio Bio hasta la isla de Chiloé) como consecuencia del parlamento de Quillín.
En el caso de los tehuelches, lejos de tratarse de una cultura primitiva en cotejo con las civilizaciones azteca, maya o inca, se trataba de un pueblo que desarrolló sofisticadas tecnologías de caza y recolección que le permitió atravesar y sobrevivir durante siglos en las condiciones extremas de la extensa meseta patagónica. Una cultura viva de la cual carecían los primeros europeos que se asentaron en la Patagonia durante los siglos XVI y XVII, hecho que signó el fracaso de sus intentos de poblamiento permanente.
Los grupos y linajes indígenas no eran conjuntos cerrados ni estáticos. Sus vinculaciones e interacciones con otras tribus y clanes como huiliches y pehuenches —indispensables para la supervivencia si escaseaba la caza o si se necesitaban bienes naturales inexistentes en sus tierras— mediante el trueque o la cacería conjunta, eran relaciones a veces amistosas, a veces críticas o de competencia, o bien, vinculadas a objetivos políticos o religiosos. Con el tiempo, llegaron a constituirse y consolidarse cadenas de intercambios con los araucanos y otras parcialidades al otro lado de la cordillera, aunque sujetas o condicionadas por las largas distancias y las limitaciones geográficas o ambientales.
El panorama étnico y cultural fue sumamente cambiante desde los siglos XVI y XVII a partir de la presencia de los blancos, y luego más frecuentemente de araucanos que empezaron a ejercer un importante papel en esa dinámica. Un factor fundamental, producto de la presencia española, fue la introducción del caballo y el ganado cimarrón que rápidamente incorporaron a sus prácticas vitales. El uso del caballo generó un notable aceleramiento de los intercambios dado el achicamiento de las distancias y la mayor disponibilidad de animales para la caza.
El alcance de estos intercambios económicos que surcaban la Patagonia llegó a ser muy extenso, muy particularmente el intercambio transcordillerano de ganado pampeano por manzanas, pieles, plumas, huesos para adornos, orfebrería y tejidos araucanos, utensilios de hierro dejados por los barcos europeos, azúcar, sal, yerba mate y bebidas alcohólicas. Esto trajo aparejado la necesidad de establecer lazos de sangre y parentesco para asegurar su reproducción y supervivencia. Los tehuelches establecían que el varón debía encontrar pareja fuera de su grupo. En muchos casos, esos lazos de sangre eran resultado de las guerras después de las cuales lo habitual era que los vencedores se apropiaran de las mujeres de los vencidos. Estos parentescos contribuyeron a eliminar las diferencias y a formar nuevas formas culturales fruto de la concurrencia y fusión de elementos variados de diferentes orígenes. Así sucedió con la lengua mapuche, el mapudungún1, que fue expandiéndose del lado oriental de la cordillera, o bien, la incorporación de técnicas de caza y pastoreo tehuelches por parte de los araucanos y pehuenches, indispensables para sobrevivir en llanuras y estepas aquende los Andes.
La creciente expansión ganadera fue despojando a los tehuelches de sus principales reductos de caza y pastura, lo cual exigió perfeccionar sus sistemas de obtención, arreo e intercambio. Surgió así el malón, empresa que no puede entenderse por fuera de la expansión de la sociedad indiana y de su carácter de pueblo nómade. Paulatinamente, los tehuelches septentrionales y araucanizados, como los ranqueles o los borogas (dependiendo del periodo y el área considerada), fueron convirtiéndose de cazadores a pastores de ganado como consecuencia del malonaje. Los tehuelches meridionales, por su parte, no maloneaban, y continuaron dedicados a la caza y recolección tradicional aunque con crecientes intercambios de pieles, plumas y otros elementos con los blancos y los pueblos mapuches, al otro lado de la cordillera.
De la misma manera, los estancieros españoles y criollos adoptaron los malones como método útil para recuperar el ganado que los indígenas habían obtenido a través de esta nueva tecnología de caza, resultante de la adaptación indígena a las nuevas condiciones y disponibilidades existentes en el periodo. Pero sus vínculos no eran solo violentos. Entre malón y contramalón se fue estructurando una sociedad fronteriza que articulaba fortines, tolderías, estancias y pulperías en un mismo escenario vital de encuentro entre indios y criollos que fueron perdiendo en el largo histórico su carácter de tales para pasar a ser indistintamente milicos, lenguaraces, baqueanos, peones, chasques, faenadores, domadores, bolicheros, cautivos o, simplemente, gauchos.
Las primeras incursiones de españoles en la Patagonia oriental “tierra adentro” (más allá de los contactos de navegantes en las costas) datan de 1670, con la presencia de la Compañía de Jesús en la misión de Nahuel Huapi, la cual arribó desde Chile. Fueron bien acogidos por los indígenas de la región, al punto que participaron activamente en la resolución de conflictos entre las tribus, grupos y clanes. Según las crónicas del Jesuita Miguel de Olivares, los misioneros fueron convocados por los indios de la isla Chiloé, al otro lado de la cordillera, a asentarse también allí para ejercer el mismo rol pacificador2.
Vista general del Fuerte Codihue, situado en la unión de los valles de los arroyos Haichol y Codihue con el río Agrio, afluente del Neuquén, y a 10 leguas de la línea de cordillera divisoria con Chile. Fuente: Encina & Moreno, tomada de https://museoroca.cultura.gob.ar/noticia/como-eran-los-fuertes-y-fortines-ubicados-en-la-frontera-con-el-indio/
Del mismo modo, los tehuelches meridionales tuvieron frecuentes encuentros pacíficos con los numerosos navegantes europeos que atravesaban las costas patagónicas. Intercambiaban diversos objetos, entre ellos pieles, plumas y cueros a cambio de artículos que ellos habían ido valorizando como necesarios para su vida cotidiana, utensilios de hierro, telas, azúcar, tabaco, harina y alcohol3. Durante décadas, estos intercambios se realizaron en la bahía de San Gregorio, allí donde el estrecho de Magallanes se angosta, posta marítima obligada de las numerosas expediciones navales europeas que atravesaban el pasaje bioceánico (en las proximidades donde, en 1843, Chile fundara el Fuerte Bulnes, asentamiento original de la actual Puntas Arenas).
Los cambios geopolíticos de fines del siglo XVIII, a la vez que el aumento de las incursiones de las potencias navales de Francia e Inglaterra en los mares meridionales, impulsaron la creación del Virreinato del Río de la Plata con sede en Buenos Aires en 1776, con el fin de asegurar los dominios españoles. La fundación de asentamientos sobre la costa patagónica y las islas del sur durante el siglo XVIII4, dan cuenta de los intentos defensivos de España en el Atlántico Sur, flanco históricamente desguarnecido de la política española en la América meridional. Las iniciativas borbónicas de ocupación y valorización del “lejano sur” patagónico y Atlántico son, en cierta medida, “novedosas” respecto de la tradicional organización espacial de las provincias españolas en América, volcadas hacia el Pacífico y en disposición nortearribeña, con epicentro en el eje Lima-Potosí, que se corresponde con una cultura indiana de carácter fuertemente telúrico y mediterráneo.
Carmen de Patagones fue, durante décadas, el único asentamiento permanente no indígena en la Patagonia continental, no así en Malvinas donde residían desde 1767 autoridades y población española. Constituía un centro económico fundamental para los intercambios comerciales con los pueblos indígenas patagónicos, cuyas redes mercantiles conectaban el poblado bonaerense con la plaza de Valdivia, al otro lado de la cordillera, lo cual explica en buena medida por qué nunca fue maloneada5.
Durante las invasiones inglesas, los pueblos pampas y tehuelches ofrecieron apoyo efectivo al Cabildo de Buenos Aires (este punto fundamental se desarrollará en profundidad en una futura entrega). Puntualmente, ofrecieron vigilar las costas ante eventuales desembarcos británicos y proteger Carmen de Patagones de una posible invasión desde el mar. Durante la guerra contra el Imperio de Brasil, en 1827, se desarrolló allí la batalla del Cerro de la Caballada ante tropas brasileñas que incluían a 250 británicos, entre ellos el almirante inglés James Shepherd. Gauchos, esclavos africanos, corsarios al servicio del gobierno de Buenos Aires, vecinos de origen maragato (gentilicio de la comarca de Maragatería en la provincia de León en España) con el apoyo de los indios de la zona repelieron la invasión exitosamente.
Desde Carmen de Patagones se desarrollaba una intensa relación funcional con las islas Malvinas. Desde allí, Luis Vernet, comandante político y militar de Malvinas, isla de los Estados e islas adyacentes al Cabo de Hornos, cargaba sus barcos con provisiones necesarias para el desarrollo de la colonia en Malvinas. Fue allí donde gauchos, mulatos e indios (“las castas”, como se las denominaba en la época) se embarcaron con Vernet, a quien el gobierno de Buenos Aires le había encomendado la misión de hacer valer su autoridad ante las continuas depredaciones de flotas balleneras y loberas de distintos orígenes, fundamentalmente norteamericanas.
Debido a la experiencia de Vernet con la faena de ganado en la península de Valdés, éste tuvo contacto amistoso y comercial con los tehuelches e impulsó a grupos de indígenas a instalarse en las islas. Allí conoció a la cacica tehuelche María la Grande6, descripta por muchos navegantes de la época como una jefa dotada de una gran personalidad y liderazgo en toda la Patagonia meridional, quien usaba aros de la Virgen María y realizaba ceremonias con crucifijo. María la Grande (bautizada así por Luis Vernet por su semejanza con la emperatriz rusa Catalina la Grande) viajó a Malvinas en 1831, invitada con honores y agasajos por parte del gobernador, para comerciar entre las islas y el continente. Este acuerdo comercial finalmente no llegó a concretarse debido al ataque artero de la USS Lexington en 1831, barco de guerra norteamericano que, como represalia por el intento de Vernet de regular la pesca indiscriminada a partir de la captura de cuatro navíos balleneros norteamericanos, bombardeó y saqueó Puerto Luis (antes Puerto Soledad), antesala fatídica de la posterior usurpación británica de 1833. En efecto, tal como sostiene la historiadora Sofía Haller7, Malvinas y el Atlántico Sur eran epicentro de una amplia red económica transnacional de comercio foquero y ballenero, con sede principal en el puerto estadounidense de Baltimore, cuyo aceite era insumo energético fundamental en esos años.
En Carmen de Patagones, considerada durante décadas puerta de entrada y capital de la Patagonia, nació Luis Piedra Buena, el “San Martín de los mares”, marino argentino que defendió la soberanía argentina en el Atlántico Sur y la Patagonia continental durante buena parte del siglo XIX. Estuvo en Malvinas y llegó hasta las puertas del continente antártico manteniendo una estrecha relación personal y comercial con los tehuelches meridionales en el asentamiento de isla Pavón, en la actual provincia de Santa Cruz.
Vista panorámica de Carmen de Patagones (Argentina). Dibujo de 1829 de Alcide d’Orbigny. Patrimonio Arquitectonico de Patagones. Fuente: Wikimedia Commons.
Hacia la década de 1860, Luis Piedra Buena, junto al cacique Casimiro Biguá, quien sucede a María la Grande, viajaron a Buenos Aires en tres oportunidades a entrevistarse con los presidentes Mitre y Sarmiento respectivamente, con el fin de solicitar apoyo material para erigir una colonia argentina-tehuelche en bahía de San Gregorio. Casimiro Biguá se crió en la “estancia del Estado”, cerca de Carmen de Patagones, al cuidado de su administrador y padrino Francisco Fourmantin, francés apodado Bibois —pronunciado en francés como bibuá—, quien llegaría a ser comandante del “fuerte del Carmen” y tomaría su apellido de la deformación de la pronunciación francesa del mote de su padrastro.
El objetivo de Piedra Buena y Biguá era sentar las bases de la soberanía argentina en el estrecho de Magallanes ante la presencia de “indios chilenos”, miembros de otras tribus y clanes vinculados al intercambio con el poblado chileno de Punta Arenas, luego del traslado de Fuerte Bulnes a esa localización en 18488. Pero, a pesar de las promesas, nunca recibirían apoyo por parte del gobierno de Buenos Aires, debido al imaginario geográfico oligárquico de patria chica que prescribía que la Argentina “terminaba en el Río Negro”.
Así, a mediados del siglo XIX, la Patagonia adquiere un carácter ambiguo en materia de soberanía, tal como lo expresaba la cartografía de la época. A veces, la Patagonia aparecía como un extenso partido de la provincia de Buenos Aires con capital en Carmen de Patagones, a contramano de toda una concepción cartográfica de vocación austral que se manifestó (en fricción con otras vocaciones también presentes que orientaban lo propio hacia el norte sajón) desde los tiempos de la Revolución de Mayo, con base en referencias astronómicas meridionales que proyectaba la organización espacial de las Provincias unidas de la América de sud con “norte” en el sur9, en el marco de una geocultura sureña en gestación10. En la cartografía de América del Sur elaborada en Europa, de frecuente y mayor circulación, la Patagonia aparecía como una entidad geográfica “desgajada” del territorio nacional, como terra nullius, espacio políticamente indeterminado, sin asignación de soberanía, cercano a un estatus internacional de libre uso.
F. A. Garnier, Patagonie, et Detroit de Magellan, Terres Australes (1860). Nótese que el “Estado del Plata” termina en el Río Negro y que no solo Malvinas aparece representada bajo dominio británico sino además la Tierra del Fuego. Fuente: http://www.davidrumsey.com/luna/servlet/detail/RUMSEY~8~1~22058~710019:Patagonie,-et-Detroit-de-Magellan,-, tomado de Wikimedia Commons.
Julio Vezub, Abelardo Levaggi, Susana Bandieri y Silvia Ratto, entre otros, demuestran fehacientemente que el elemento decisivo en el sinnúmero de pactos, alianzas políticas y militares, malonajes, intercambios comerciales, redes parentales y matrimonios entre linajes en la vastísima y dinámica frontera austral del mundo hispano-criollo no era el factor étnico, sino las necesidades políticas y mercantiles contingentes. Las diferencias étnicas, por supuesto, existían, pero no necesariamente constituían la motivación principal del accionar de los grupos indígenas (aunque siempre estaban a la mano si las condiciones lo ameritaban).
Lo cierto es que pese a las diferencias que caracterizaron las relaciones de los indígenas con los hombres blancos, existió un factor común ligado a la nueva realidad territorial que se fue forjando con los siglos. Cada vez se hizo más difícil, a unos y otros, reproducir sus sistemas de vida tradicionales prescindiendo, en el caso de los indios, de funcionarios acopiadores, pulperos, navegantes y otros representantes de la sociedad criolla. De la misma manera, no era posible para la sociedad blanca sobrevivir y permanecer en las pampas, costas y estepas sin los saberes, recursos e intercambios indígenas que modificaron el modo “de ser y estar” de los huincas en la América meridional. Para vivir y sobrevivir acá, en nuestras pampas, un europeo debe devenir en gaucho, es decir, debe aindiarse o no ser. Como en el caso de la colonia galesa en el Valle del Chubut en 1867, quienes mantuvieron amistosas relaciones de reciprocidad con los tehuelches:
El trato con esta familia de indios, fue muy favorable para la colonia en las circunstancias en que se encontraba entonces. La carne era escasa porque no disponíamos de suficientes animales para nuestro consumo, y debido a nuestra mala suerte o más vale por nuestra impericia o falta de experiencia y nuestra condición de extraños en el lugar, habíamos perdido todas las ovejas en la primera semana de nuestra llegada al valle. Solo unos pocos estaban acostumbrados al rifle, de modo que podíamos cazar las aves y los animales silvestres que estaban a nuestro alcance. Pero cuando llegó el cacique indio Francisco (pues ese era su nombre) con sus perros y sus caballos veloces, y su habilidad para la caza, recibimos mucha carne a cambio de pan y otras cosas. Adiestró, además, a los jóvenes en el manejo de los díscolos caballos y vacas, proporcionándoles el lazo y las bolas [boleadoras]. Recibimos también instrucciones útiles en la práctica de cazar animales silvestres, y en consecuencia varios de nuestros jóvenes llegaron pronto a ser hábiles cazadores.11
De la misma forma, una comunidad indígena, desde mediados del siglo XIX, debía acriollarse o no estar. Bien lo sabía Sayhueque, él mismo hijo de tehuelches y puelches que habían adoptado modos y formas criollas. "El cacique argentino", como él mismo se denominaba, bajo cuyo mando habitaban indistintamente tehuelches, araucanos, huiliches, picunches, pehuenches y prófugos de la justicia huinca en la gobernación de las Manzanas.
En la imagen Valentín Sayhueque con atuendos de “cristianos”, circa 1875. El perito Francisco P. Moreno, en sus apuntes de la primera visita que realizó al país de las Manzanas, donde fue tratado con honores, escribió: “Es el jefe principal de la Patagonia y manda las siete naciones que viven en esos parajes: araucanos, picunches, mapuches, huilliches, tehuelches…”. Fuente: Internet.
En el transcurso del siglo XIX, esta realidad de dependencia recíproca fue paulatinamente desbalanceándose en detrimento del control indígena y sus modos tradicionales que ya se encontraban radicalmente modificados con la introducción de la lógica monetaria en el comercio trasandino de ganado a través del “Camino de los chilenos” y en las poblaciones fronterizas aquende la cordillera, aún mucho antes que se lanzara la última ofensiva militar entre 1879-1884. Este relativo equilibrio territorial de tres siglos fue resquebrajándose de mediados a fines del siglo XIX, a partir del punto de inflexión que significaron las batallas de Caseros y Pavón, que sentaron las bases de la Argentina como semicolonia inglesa en el marco del despliegue furibundo del capitalismo imperialista comandado por Gran Bretaña.
El proceso concomitante de reestructuración estatalista de las unidades políticas a escala planetaria —para no devenir una colonia, sin más, como en África y Asia—, a partir del cual ya no era posible la coexistencia en un mismo territorio de diferentes organizaciones en el ejercicio de poder legítimo, la brecha tecnológica en aumento y la hegemonía filosófica positivista (con base en el supremacismo étnico occidental) por parte de la oligarquía portuaria-terrateniente triunfante y sus clases ilustradas o intelligentzia (cuya función principal consistía en “denigrar aquello que se esquilma”, al decir de Jorge Abelardo Ramos12) sellaron la suerte del control legítimo del espacio patagónico por parte de los cacicazgos indígenas. Estos, desde mediados del siglo XIX, habían devenido una suerte de “proto-estados”, como el caso de la gobernación de las Manzanas al mando de Sayhueque o de la Confederación indígena de Salinas Grandes al mando de Calfucurá, aunque, en este último caso, antes que una “confederación” estable o permanente se trataba de un cacicazgo férreo al tiempo que flexible, con notable capacidad para articular alianzas con el fin de guerrear, comerciar o negociar con el huinca entre distintos grupos huiliches, ranqueles, pampas y araucanos transcordilleranos. Estos caciques fueron reconocidos como autoridades por parte de los gobiernos provinciales y nacionales en distintos periodos.
Durante décadas, los manzaneros formaron parte de la condición de “indios amigos” que no maloneaban, eran ganaderos y cultivadores como su gentilicio indica. En 1863 habían firmado un pacto con el gobierno de Buenos Aires y ejercían, en virtud de los acuerdos, un poder moderador ante “los salineros”, ranqueles, huiliches y pampas al mando de Calfucurá, quien le había propuesto a Sayhueque malonear Bahía Blanca hacia 1870, propuesta que fue rechazada. El propio Roca mantuvo ese reconocimiento en 1879 al inicio de la Conquista del Desierto.
En el caso de los dominios de Calfucurá, su epicentro estaba en los campos de Carhué, en las Salinas Grandes (actual límite de las provincias de La Pampa y Buenos Aires), espacio de suma importancia estratégica en tanto lugar de aprovisionamiento de sal (insumo clave para el comercio con los cristianos) y punto de entrecruzamiento de caminos indígenas y circuitos mercantiles en dirección este-oeste, entre las estancias bonaerenses y los pasos transcordilleranos, y norte-sur, en dirección a la plaza comercial de Carmen de Patagones y la isla de Choele Choel.
El sello "General Juan Calfucurá - Salinas Grandes" fue un regalo de Santiago Caccia, grabador del gobierno de la Confederación urquicista, al cacicazgo de Calfucurá. Este sello certificaba la correspondencia y es una evidencia de las relaciones de colaboración entre los indígenas y el gobierno nacional. Fuente: Wikimedia Commons.
En este marco, a la dinámica sociedad fronteriza se le superponen, a fines del siglo XIX, el afianzamiento de los intereses de la oligarquía ya consolidada luego de 1880 con la federalización de Buenos Aires, que contaba con capacidad efectiva (militar y económica) para aumentar la posesión de tierras sureñas sin necesidad de negociar con los caciques, con el fin de beneficiarse del comercio británico en expansión. La legitimidad de la conquista militar y la apropiación de tierras encontraba su fundamento en la instauración del código napoleónico de propiedad privada (inexistente en la cosmovisión indígena basado en derechos de uso consuetudinario o en situaciones de fuerza o de hecho), mientras que la justificación del confinamiento y el traslado forzoso de población indígena se amparaba en postulados cientificistas de tipo racialista bajo la visión sarmientina de “Civilización y barbarie”.
Este proceso implicó un drástico punto de inflexión a fines del siglo XIX, toda vez que hizo tabla rasa con las dinámicas territoriales existentes desde los siglos precedentes en el vasto espacio pampeano-patagónico, signadas por el choque y fricción, pero también por el encuentro y la miscegenación entre el mundo hispanocriollo e indígena. El triunfo del proyecto oligárquico de semicolonia británica bajo el modelo económico agroexportador, marcó el soterramiento definitivo de los sostenidos esfuerzos históricos en pos de dar cauce (ético, político e institucional) a la integración efectiva de los pueblos indígenas al cuerpo nacional, tal como venía sucediendo de hecho, por peso geográfico específico, con “nuestros paisanos los indios”13.
Así, los pueblos indígenas corrieron la misma suerte que las masas de gauchos federales de las provincias alzadas en armas contra el proyecto de Buenos Aires, apenas dos décadas atrás. Al igual que las montoneras federales, tanto los “indios amigos” como la “chusma de pelea con sus chuzas” fueron “disciplinados” desde el gobierno central en el marco de su proyecto de país semicolonial agroexportador. La llamada Conquista del Desierto puede ser considerada en términos geohistóricos como la continuación de la “guerra de policía” lanzada por Mitre luego de Pavón. Y, en términos geoculturales, un eslabón más de la histórica confluencia multígena del pueblo argentino, no exenta de fricciones, inequidades y violencia, pero, asimismo, plausibles de ser conjuradas, reparadas y/o redimidas a través de la acción vivificante de la cultura popular y la identidad cultural argentina.

1. Juan Domingo Perón escribió un libro sobre el tema: Toponimia patagónica de etimología araucana, que fuera prologado en su 3ra edición de 1952 por José Imbelloni, Director del Instituto de Antropología del Museo Etnográfico Juan B. Ambrosetti.
2. Ver Miguel de Olivares. Los Jesuitas en la Patagonia (1593-1736). Buenos Aires, Ediciones Continente, 2005.
3. Musters relata en sus crónicas sobre el viaje que realizó desde el estrecho de Magallanes hasta Patagones junto a un nutrido grupo de tehuelches, el gusto que los naturales tenían por el juego de naipes. Ver Musters C. George. Vida entre los Patagones (1869-1870). Ed. Continente, Buenos Aires, 2007.
4. Puerto Soledad en Malvinas en 1767, Puerto Deseado, Floridablanca, Puerto Deseado y Candelaria —estos últimos luego abandonados—, y Carmen de Patagones en 1779, a partir de las expediciones de Basilio Antonio de Villarino y Bermúdez (Noya, España, 1741-1785), quien realizó un detallado reconocimiento del litoral patagónico y de los ríos Negro, Colorado, Limay y Deseado.
5. “...se celebró un gran parlamento que duró hasta la tarde; se confirmaron en él todas las resoluciones: esto es que Casimiro quedaba reconocido como el gran cacique del sur; con jurisdicción sobre todos los indios al sur del río Limay; que garantizaría con su gente la seguridad de Patagones y tendría en jaque a los indios palmas de Las Salinas, al mando del cacique Cafulcura, en el caso improbable de que este tratara de atravesar el río Limay para hacer correrías en las colonias…” en Musters, Ch. George. Vida entre Patagones. Ed. Continente, Buenos Aires, 2007, pp. 290-291.
6. Para ampliar, ver Silvana Buscaglia. El origen de la cacica María y su familia. Una aproximación genealógica (Patagonia, siglos XVIII-XIX). Revista Corpus. Vol. 9, No 1, 2019. Disponible en: https://journals.openedition.org/corpusarchivos/2915
7. Ver Sofía Clara Haller, Balleneros, loberos y guaneros en Patagonia y Malvinas. Una historia ambiental del mar: 1800-1914, Ed. Sb, Buenos Aires, 2024.
8. La fundación de Fuerte Bulnes en 1843 fue una iniciativa del gobierno chileno en su disputa con Argentina por el control de los mares del sur y la Patagonia meridional. Se dio en el contexto en que la Confederación argentina se hallaba bajo el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata, sin posibilidad de destinar recursos materiales para su defensa. No obstante, Felipe Arana, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la Confederación al mando de Juan Manuel de Rosas, presentó una nota formal de protesta ante el gobierno chileno al enterarse de la existencia del asentamiento magallánico.
9. Un siglo y medio antes de la famosa obra pictórica de Joaquín Torres Caicedo “América Invertida”.
10. Ver Hartlich A. El ojo austral. De Guaman Poma de Ayala a Perón. Una historia de la geocultura del sur., Ed. Sb, Buenos Aires, 2024.
11. Matthews, A. Crónica de la colonia galesa de la Patagonia. Ed. Rigal Buenos Aires, 1954 pp. 34-35.
12. Ramos, Jorge Abelardo en “Introducción” de Historia de la Nación Latinoamericana, Ed. Continente, Buenos Aires, 2011, pp. 21-30.
13. Es decir, no por atributos de tipo étnico, propio de la antigua concepción absolutista de “las castas” que la intelligentzia argentina parece retomar en este periodo, sino por su condición de argentinos de pleno derecho.