El Pensamiento Nacional Latinoamericano y Luis Alberto de Herrera. Adhesiones y encuentros con la matriz de Resistencia

Una nueva entrega sobre el pensamiento de Luis Alberto de Herrera y su singular ubicación en la escena política e intelectual del Uruguay.
Por Emanuel Bonforti *

 

La política en Herrera

Herrera es hijo de la derrota y víctima de la modernidad, y en consecuencia, del período de oro del Partido Colorado y el nacimiento del batllismo. Con la muerte de Aparicio Saravia, el viejo caudillo blanco debió reformular la política del partido y tratar de insertarlo en las reglas de juego del vencedor. Así, Herrera se vio envuelto en la necesidad de transformar el Partido Blanco manteniendo la ruralidad pero acercándose a la ciudad, es decir, ser un partido de masas.

El caudillo oriental es heredero de la matriz de pensamiento nacional latinoamericana en los términos en que la caracterizó Alcira Argumedo (1993). Esta autora consideraba que una matriz operaba como dispositivo analítico de la realidad social y se encontraba encadenada a una línea de continuidad reflexiva sujeta a corrientes y cosmovisiones capaces de infundir valores y sentido común, en definitiva, la comprensión de la realidad cercana a la sensibilidad popular y comprometida con la causa de las mayorías. En tanto tal, se la puede considerar una matriz de resistencia a la importación de ideas.

Herrera despierta en términos políticos un doble desafío. En primer lugar, tiene como reto construir un liderazgo político civil sin ser objeto de señalamientos de barbarie por parte del Partido Colorado o mejor dicho de Montevideo. En paralelo, advertimos el otro desafío, que involucra al partido Colorado. Este debe caracterizar a Herrera más allá de los lugares comunes, sabiendo que están ante la presencia de un intelectual de fuste.

Herrera no representa un partido homogéneo. En el seno del nacionalismo suceden tensiones, las cuales aparecieron fuertemente luego de la Guerra de la Triple Alianza y se reflejaron en el parteaguas entre doctores y principistas. Es que el Partido Nacional contuvo en su seno una fracción vinculada a sectores acomodados de la economía semicolonial uruguaya, con fortuna agropecuaria y relación directa con la banca, es decir, una suerte de convivencia implícita con el capital inglés en el Río de la Plata. Para Carlos Real de Azúa, este nacionalismo fue liberal en el sentido clásico, lo cual implicaba en el último cuarto del siglo XIX ser positivista. Identificamos un posicionamiento en muchos casos vinculado a la defensa de la alianza con el mundo sajón, tanto con Gran Bretaña como con los Estados Unidos.

 

Mapa de la Imperial Federation Leage (Liga por la federación del Imperio Británico) elaborado por Walter Crane en 1886, que da cuenta de la extensión del imperio británico . Imagen de dominio público, tomada de https://mapasmilhaud.com/mapas-propagandisticos/extension-del-imperio-britanico-1886/

 

Herrera aparece como una oveja negra a pesar de estar atravesado por algunas de estas determinantes, su accionar parlamentario, su discurso de tribuno y polemista lo llevó a enfrentar algunas de estas posiciones burlándose de aquellos sectores con exceso de “doctoreo” los cuales adquirieron actitudes demasiado librescas para la base social tradicional del Partido Nacional. En un mundo político atravesado por la solemnidad de los doctores, Herrera aparece como un político disruptivo, cercano y comprensivo.

Esta situación también nos permite reflexionar acerca de la heterogeneidad en la representación de los partidos donde existían abismos en términos materiales entre la cúpula y los representados. Se creaban lazos de representación basados en la fidelidad y relaciones de proximidad con un fuerte contenido emocional, lo que obligaba también a la conducción a licencias populares más allá de la relación de clase. Asistimos a un esquema de compresión incómoda para aquellos intelectuales que leen las relaciones políticas con manuales de ciencias políticas europeos.

Ese proceder que contempla a las relaciones de cercanía lo lleva a Herrera a los rincones más alejados de su país. Un conocedor de la frontera, como lo fue Artigas. Con un gran dote para la persuasión y la confianza hacia aquellos sectores que se presentaron aparecen como las masas y lanzas orientales durante el siglo XIX. En este punto un esquema de sensibilidad similar a la de Yrigoyen, pero con una diferencia, Herrera fue un gran comunicador y con dotes de buena oratoria informal y directa, facultad que al Peludo se le desconocía.

 

El pensamiento nacional y la política

Para algunos intelectuales que estudiaron el mundo de las ideas, el caso de Herrera y su vinculación con la política es complejo. Aquellos que comprenden la política como un conjunto de decisiones rígidas no logran comprender cómo en América Latina existen decisiones orientadas en función de agendas impuestas por el imperio que obliga a mantener alianzas amplias con todos aquellos sectores perjudicados por los acuerdos realizados por las oligarquías y el imperialismo. Para Real de Azúa, el discurso de Herrera presenta un cierto grado de latencia, es ambiguo y contiene elementos de la tradición y futuristas.

Esa ambigüedad que señala Real de Azúa, es una expresión característica de los movimientos nacionales en su fase de liberación, en un eterno avance y retroceso en búsqueda de la independencia definitiva; ni más ni menos que la historia de nuestros pueblos que en Herrera se expresa de forma directa producto del lugar y la representación que conserva. Esos comportamientos, señala Real de Azúa, fueron a medias reaccionarios y a medias revolucionarios. En ellos cabalgan la premodernidad y la posmodernidad. Situación que también imprime cierta carencia de ideología, instancia señalada por la intelligentzia uruguaya. Al margen de estos análisis zigzagueantes, Herrera es un representante del Partido Nacional en lo que tiene que ver con su mirada acerca de la economía, la política y la cultura. Herrera sufre entonces una doble determinación: estar inserto temporalmente en un país semicolonial y al mismo tiempo sobrevivir a una estructura partidaria. A la luz de estas tensiones, podríamos sintetizar el perfil de Herrera como una expresión de nacionalismo agrario en un país rural, escasamente desarrollado y con masas rurales que confluyen en la sensibilidad blanca.

Herrera expresa la tensión que tienen los caudillos en su formación. Esto explica cómo la impureza de los aparatos ideológicos imposibilitó a las cientistas sociales comprender los fenómenos de masas en América Latina. Algo tan incómodo como aceptar la bandera que unificaba a los caudillos serranos bajo la sigla “religión o muerte”, sentencia que identificaba al interior con la religión y a Buenos Aires con la muerte. En nuestros países los conceptos se complejizan, y a pesar de los mitristas desprevenidos, la religión cumplió un rol de liberación frente a los embates del iluminismo porteño con alergia al dogma religioso.

 

Pedro Figari Procesión del encuentro. Óleo sobre cartón, 40 x 49 cm, ca. 1920-24. Fuente: Colección Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay.

 

Arturo Sampay, exponente del pensamiento nacional en su expresión jurídica y contemporáneo de Herrera, sostenía que éste último expresaba una filosofía política de características conservadoras. Sampay no le adjudicaba una connotación negativa a esta inclinación filosófica, sino que simplemente la analizaba. En esa línea filosófica se encumbraron diferentes políticos/filósofos como el caso de Aristóteles y Maquiavelo. Casualmente, mientras Sampay analizaba esto, se estaban discutiendo nuevas prácticas políticas alejadas del idealismo y dualismo cartesiano.

Los movimientos nacionales, a través de sus caudillos, expresan lecturas realistas sobre cómo abordar los problemas nacionales. Perón en Argentina y Herrera en Uruguay parecen compartir esta cosmovisión filosófica. Pero lo que determina al caudillo es su heterodoxia reflexiva. El sentido común indicaría que Herrera es un hombre vinculado al catolicismo. Sin embargo, el referente blanco se forma en el protestantismo. De esta manera, confirmamos también que en el Uruguay existió una tendencia laica en sus dirigentes, más allá de la base de representación. En ese sentido Herrera expresaba una sintonía laica similar al mismísimo Batlle Ordoñez.

El trabajo de Real Azúa sobre la obra de Herrera permite la selección de núcleos ordenadores en el pensamiento de Herrera. La posibilidad de sintetizar ejes temáticos nos posibilita analizar e identificar muchas de estas preocupaciones con las del pensamiento nacional latinoamericano.

Siguiendo los aportes de Azúa, es posible vincular a Herrera al pensamiento nacional a través de una hermenéutica negativa y otra positiva. Herrera es doctor y a la vez es anti intelectual, condena las ideologías y la sobre actuación de los científicos sociales que analizan la política doméstica. La manera de superar estas tendencias es saltear opciones meramente especulativas; de ahí que la política de Herrera la ubiquemos dentro del realismo y el sentido práctico. Esta situación es advertida por Azúa, quien menciona la facilidad de Herrera para acomodar sus interpretaciones y sus argumentos a diferentes realidades.

Herrera aparece como disidente de la modernidad uruguaya. Esto se debe fundamentalmente a aquello que representa: es criollo y mestizo, interpela los intereses de la pradera, es exponente de lo federal en un país unitario, es señalado como bárbaro en un país cuya intelligentzia montevideana se autopercibe como civilizada. Herrera es montonero por tradición y herencia saraviana, y es también americano como lo fue Artigas. Su forma de acción política es la del conductor que se maneja con valores tradicionales que algunos consideran premodernos, conocedor de las fronteras, los festivales y las costumbres.

Este antimodernismo de Herrera refuerza su crítica al exceso de intelectualismo de Montevideo, al etnocentrismo que enfrentaba telúricamente reforzando su percepción de lo local sobre lo universal. Herrera expresaba lo simple sobre lo complejo en una sociedad que comenzaba a complejizarse y a adquirir una memoria cada vez más selectiva que a su vez ignoraba el Uruguay oriental. La antimodernidad de Herrera dialogaba con su nacionalismo de carácter agrario, espejo del que el Uruguay moderno no podía desembarazarse tan fácilmente, aunque la tendencia lineal del aparato cultural de Montevideo omitiera todo pasado premoderno. Esto es lo que le aseguraba a Herrera mantener la centralidad en la pradera uruguaya y desde ahí pensar el regreso al poder en una estructura estatal cooptada por el coloradismo.

Las categorías para estudiar los hechos políticos y sociales suelen trastocarse y no funcionar en espejo con los sucesos europeos. Por eso, lo que en Europa puede aparecer como regresivo, en América Latina, muy por el contrario, puede ser una demostración de progresividad y cambio frente a la opresión. La caracterización acerca de lo “popular” en la obra de Herrera adquiere esta dinámica. Como venimos señalando, su raigambre con los “sencillos” más allá de la estratificación social que ordena una sociedad.

 

Luis Alberto de Herrera saludado tras culminar el duelo con el presidente colorado Baltasar Brum, el 13 de diciembre de 1922. Fuente: Wikimedia Commons.

 

Ante la acusación de aristócrata por la oposición externa e interna, su respuesta fue un acercamiento espontáneo al pueblo que determinó su actividad política. Esta situación lo emparenta nuevamente con el caso de Yrigoyen. Jorge Abelardo Ramos caracterizaba la asunción al poder del caudillo radical como el triunfo del “César pardo”, en relación a la irrupción de los sectores populares en la conformación de su gobierno y en el festejo popular que significó el triunfo de aquel. Con Herrera sucede algo similar.

Volviendo a la obra de Real de Azúa, éste recupera un cruce con el diputado Manini Ríos, acusando a Herrera de haber llevado las turbas a la Legislatura. En su nacionalismo agrario y en los intentos de principios de siglo por comprender las relaciones laborales, Herrera también presentó proyectos sobre legislación laboral, contrato de trabajo, que posteriormente el batllismo se encargará de darle forma.

Como hombre del 900, Herrera es atravesado por una de las aristas más sensibles que permeó a toda su generación, esto es, el encuentro con el antiimperialismo. Pero con algunos matices en relación a sus contemporáneos, como por ejemplo Rodó. Durante las primeras décadas del siglo, encontramos en Herrera el reconocimiento sobre el crecimiento de la economía norteamericana y esa inclinación a pensar contrafácticamente por qué la región no tuvo ese desarrollo. Es más, consideraba que la acción imperial se producía como un hecho incontenible de un desborde de capitalismo vital, lo cual no era más que un rodeo para explicar el imperialismo. Esta concepción se modifica a partir de la década del 30 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y encuentra en dos hechos concretos su mayor posicionamiento antiimperialista: el primero, la negativa al Pacto Kellog de 1927; y el otro, el rechazo a la instalación de bases militares en el período 1941/1944, situación que lo vinculó y emparentó al peronismo. Posteriormente, también se opuso a convenios de ayuda militar entre Uruguay y Estados Unidos entre 1952-1953, que también tenían una alta impronta antiperonista en el Río de la Plata.

Herrera es, ante todo, un defensor del territorio, un protector del Uruguay independiente, consciente de su extensión y sus fronteras. Sin embargo, su defensa de la nacionalidad, a diferencia de lo que ocurre con el coloradismo, es mucho más amplia. Es un nacionalismo que contiene la noción de soberanismo. Este nacionalismo está permeado por una serie de procesos que van modificando a lo largo del siglo al propio concepto, hasta llegar a una concepción tercerista, idea que atraviesa a buena parte del arco político uruguayo y de la intelectualidad de aquel país.

El tercerismo, expresión de un nuevo nacionalismo posterior a la Segunda Guerra Mundial, es desarrollado por el propio Herrera y se manifiesta en la condena a las injerencias militares. Así comienza a mirar con interés aspectos de la defensa nacional y hasta asuntos militares, elementos que siempre generaron escozor en la intelectualidad de Montevideo. El de Herrera es un tercerismo pacífico que pretende que Uruguay quede al margen de enfrentamientos internacionales, en el marco de la insistencia de los Estados Unidos para que los países de la región acompañen su política de defensa, no solo durante la Segunda Guerra sino también en medio de la tensión con la Unión Soviética. Esta disputa importada y de carácter ideológico, es superada por Herrera con un incipiente americanismo de inclinación pragmática pero de herencia artiguista.

 

* Sociólogo (UBA), Periodista (UAI), Magíster en Historia (UNSAM). Especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa). Docente de la UNLa.
Imagen de portada: ilustración de Ramiro Alonso para ladiaria.com.uy


Bibliografía:

- Argumedo, A. (1993). Los silencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular. Buenos Aires: Colihue.

- Real de Azúa, C. (1969). Herrera: el nacionalismo agrario. Enciclopedia uruguaya nº 50. Montevideo: ARCA.