El Pensamiento Nacional Latinoamericano y Luis Alberto de Herrera. La formación del caudillo
Cuando indagamos sobre la obra de Luis Alberto de Herrera (1873-1959) surge inmediatamente que fue político, diplomático, historiador e intelectual, pero la mayoría de las búsquedas se centran en su labor política. Identificamos un período de mucha producción sobe su figura que tiene que ver con su emergencia en la vida política de Uruguay, estamos hablando del tiempo de la última montonera encabezada por Aparicio Saravia contra el orden de Montevideo. Así, la obra de Herrera transita la mitad del siglo XX entre éxitos y reveses políticos, teniendo como adversario concreto a José Batlle y Ordóñez o, mejor dicho, a la herencia que éste construyó: el batllismo. Herrera fue un personaje riquísimo de la historia política uruguaya, pero el presente artículo tiene como objeto trabajar puntos de contacto entre la obra de Luis Alberto de Herrera y el pensamiento nacional latinoamericano.
El componente generacional
Herrera es hombre de generación, pero su figura es tan disruptiva que a veces pone en tensión las particularidades que definen una generación. Generalmente los autores que trabajan historia de las ideas sostienen que los hombres que pertenecen a una generación crean novedades. En Herrera hay creación, pero también continuidad; su obra y formación podría ser parte de una tradición que pone en tensión la modernidad. Es que como todo comportamiento político progresivo en el Uruguay y en América Latina, la tradición aparece como el garante defensivo de las mayorías o al menos del acervo en que los sectores populares afincan sus esperanzas de continuidad templada.
Herrera es mucho más que un hombre de generación, su influencia cabalga entre generaciones, molesta a quienes lo precedieron, inquieta a las generaciones que irrumpen a mitad de siglo XX. Es que en Herrera convive aquella comunidad de la Tierra Purpúrea que retrataba el Uruguay de mediados de siglo XIX con el país que construyó el mito de la Suiza americana.
Siguiendo al teórico Karl Mannheim, quien habla de conexión entre generaciones, en el caso de Herrera podríamos decir que su conexión directa, en términos políticos, es precisamente con su antagonista, José Batlle y Ordoñez; pero vamos a ver cómo, en términos culturales, Herrera expresa la tradición creativa de la generación del 900, donde aparecen entre sus máximos exponentes Vaz Ferreira y José Rodó.
Caricatura de Luis Alberto de Herrera que remite al reto a duelo que realizara a José Batlle y Ordóñez, por el cual terminó batiéndose con un hijo de de la esposa de Batlle, Ruperto Michaelson Pacheco, en 1906. Fuente: Wikipedia.
En este punto, nos detenemos en la primera arista que nos podría señalar a Luis Alberto de Herrera como un pensador nacional latiinoamericano. Estamos hablando de su componente generacional y el vínculo que una generación tiene en la formulación, continuidad e irrupción de la cultura en un momento y lugar determinado. Sobre todo si entendemos a la cultura como el accionar que tienen los pueblos de Nuestramérica en donde ponen en juego la originalidad del ser para transformar la realidad a través de una actitud creadora.
El mundo del 900, en Uruguay, equivale al ingreso en la modernidad semicolonial. Pero aquella creció siempre al calor de las ruinas de la tradición del mundo rural portador de la orientalidad perseguida desde el exilio de Artigas. Herrera se mueve en ese mundo nuevo y moderno, pero en él también habita la cultura de la pradera. Desde 1904, con la derrota de la última montonera blanca, la vida política de Herrera será un intento denodado por encontrar la síntesis durkheniana entre la solidaridad orgánica propia del acuerdo individual de las ciudades modernas y la solidaridad mecánica referida a aquellas comunidades movidas por los valores tradicionales y círculos de sociabilidad como el club, la pulpería y la iglesia.
La originalidad es una facultad de los expositores del pensamiento nacional latinoamericano y ese atributo se le puede endilgar a la figura de Herrera, quien hace gala de originalidad en un campo minado por la mentalidad insular de la superestructura cultural montevideana. Herrera es creador, pero naufraga en los mares de una inmigración aluvional cuya sensibilidad cultural y urbana está decidida a negar la intuición de la pradera. Herrera se convierte en una síntesis que condiciona con su obra lo prístino y lo extraño del Uruguay independiente, en búsqueda de una armonía entre lo tradicional y el porvenir.
"La Pampa o Regreso del baile", óleo sobre cartón del pintor uruguayo Pedro Figari. Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina).
En ese esfuerzo sintético por comprender la sociedad de su época es que imprime una originalidad basada en la tolerancia, otro elemento de los promotores del pensamiento nacional latinoamericano. Esta tolerancia es la que expresa las experiencias civilizatorias que se desarrollan en nuestra región y que encuentran en la noción de mestizaje su máxima expresión. Nada más mestizo que la base social que representa Herrera: criollos, indígenas, zambos, algún nieto de esclavo brasilero y el intento por seducir inmigrantes, base de sustentación que también atravesó a la figura de Artigas. La cultura de la originalidad rioplatense, que es la que expresa y condiciona a Herrera en su paso por el mestizaje, es caótica, funciona por capas tectónicas de filosofía, reflexiones acerca de la realidad, y es sintética. De ahí que en ese momento y como hijos de la generación del 900, aparezcan personajes como Vaz Ferreira asumiendo la cátedra de Filosofía o el propio José Rodó, ambos en la búsqueda de desarrollar bosquejos de una filosofía nacional.
Fotografía coloreada de José Enrique Rodó. Fuente: icm.org.uy
En esa línea, y con el aporte del crítico literario Roberto Ibañez, quien fuera colaborador del Semanario Marcha, podemos sostener que en Herrera se encuentra la búsqueda de la ley de la morfología del proceso hispanoamericano, ley fundada en la espontaneidad, en el espíritu creador, ecuménico, pero a la vez local. Con Herrera se escribe una nueva canción en la política y en la cultura uruguaya, pero surge sobre la base de una melodía que ya muchos conocen (la pradera) y que otros (los de la ciudad) prefirieron olvidar.
Viejo nuevo caudillo
En los estudios realizados sobre la generación del 900, además de los filósofos mencionados anteriormente, aparecen escritores como Horacio Quiroga, Julio Herrera y Reissig, políticos como el socialista Emilio Frugoni (al que algunos revisionistas señalan como el Juan B. Justo uruguayo) e incluso hombres ligados al Partido Nacional como Javier de Viana o Carlos Roxlo. Sin embargo, en estos estudios se omite la figura de Luis Alberto de Herrera.
Quien fue el primero en denunciar este olvido fue Alberto Methol Ferré, señalando la omisión incluso en la obra de Carlos Real de Azúa, especialista en sintetizar perfiles de la historia de las ideas uruguayas. Para Methol Ferré, el olvido de la obra de Herrera en Azúa y en parte de la intelligentzia uruguaya, radicaba en que Herrera fue un jinete que cabalgó entre generaciones y superó en su ciclo vital a muchos de sus correligionarios generacionales. Al mismo tiempo, advierte que el olvido que pesaba sobre la figura de Herrera se daba en torno de su actividad política, sobre todo sobre su condición visible de caudillo.
La denuncia de Methol es una crítica por elevación al sistema de ideas construido por la intelligentzia montevideana, donde seguían leyendo a los caudillos a través de un prisma mitrista y portuario que condenaba todo aquello que tuviera tufillo de organización montonera. Herrera ingresa a esa generación en la intersección que vincula pensadores y políticos, con lo cual es portador de un movimiento heterodoxo, tironeado entre la acción y la reflexión. Esa tensión también se da en el marco de su formación y su actividad: Herrera es caudillo y doctor. Para Methol fue un intelectual soterrado por la imantación del político.
Luis Alberto de Herrera. Fuente: Wikipedia.
Profundizando su fundamentación acerca del ocultamiento generacional de Herrera, Methol sostenía que el caudillo-doctor fue el historiador más profundo de su generación, fue el que se esforzó por conocer las paradojas de la existencia de su país. Methol juega a dos líneas. Por un lado, señalando que Herrera sobrepasó intelectualmente a su generación; por el otro, con la idea de pensador maldito, reforzando la denuncia a cierto sector de la intelectualidad que le restó importancia a su obra y lo condenó al silencio y al olvido. Herrera ingresó en la categoría de maldito que creó Arturo Jauretche para enunciar a las personas que aportaron a nuestra cultura pero, por el accionar de la superestructura cultural, fueron olvidados. Como todo maldito, y más en la Suiza americana, desde 1904 Herrera hace el intento por entender la modernidad uruguaya, pero ésta, soberbia y portuaria, no se tomará el trabajo de comprender al viejo caudillo. Herrera juega en posición adelantada a su época y esto lo enuncia Methol cuando dice que, a diferencia de hombres de su generación que se encargaron de entender los problemas del Uruguay, con Herrera se quiebra esta tendencia y comienza a mirarse al Uruguay como problema; ese juego de palabras tan metholiano es también un reconocimiento ontológico hacia la figura de Herrera.
Herrera fue un gauchi doctor, o para otros un doctor sin doctoreo, porque a pesar de ser intelectual y haber dejado un legado de más de veinte libros, siempre manifestó su distancia en relación a la intelectualidad portuaria, hija de la semicolonia próspera que necesitaba de profesiones liberales y de carreras universitarias funcionales al modelo primario agroexportador.
Pero Herrera también es hijo de ese modelo. La estructura la condiciona, lo moldea; de ahí que es posible emparentarlo espacial y temporalmente con la figura de Hipólito Yrigoyen. En ese juego de espejos platenses que practicamos los que despuntamos el vicio de la historia de las ideas, podríamos encontrar analogías, distancias, y puntos de tensión. En el caso de Herrera, si la estructura condiciona, también lo hará la tradición, mientras que Yrigoyen juega de polea de transmisión entre el viejo y nuevo país de la inmigración y el mundo federal. A pesar de la ficcionalidad pretendida por la superestructura, y como producto de sus enfrentamientos recientes y su falta de superación, Uruguay no encontró síntesis cultural ni territorio neutral que pueda traducirse en una experiencia política aglutinadora.
El viejo Partido Colorado seguía representando la filiación garibaldina y anti federal que sedujo a la inmigración, y encontraba en la figura de Batlle Ordoñez a su principal hombre, ganador a través de las armas y, posteriormente, de la hegemonía cultural que caía como un rayo sobre pradera. Ahí aparece Herrera, desprovisto del triunfo político/militar, a quien solo le quedaba conducir o ser el “jefe civil” del Partido Nacional. Así, el gauchi-doctor encontraba puntos de contacto con Yrigoyen pero también distancias, ya que no logró disputarle la base social metropolitana al batllismo, no logró perforar las masas inmigratorias seducidas por el puerto de Montevideo.
Observamos cómo al interior del partido Nacional, siempre hubo fuerzas centrífugas que operaron de forma depuradora e intentaron eliminar todo aquello que no tuviera título ni doctoreo y aplicar el axioma de civilización y barbarie, otorgándole el primer mote a aquellos con modales universitarios.
Herrera en su etapa de soldado nacionalista, durante la Revolución de 1897. Fuente: Wikipedia.
Es que existieron dos grandes episodios al interior del Partido Nacional que posibilitaron estos comportamientos y movimientos divisorios. En primer lugar, las consecuencias de la Guerra de la Triple Alianza en la Cuenca del Plata. El segundo evento fue la derrota de la última montonera blanca en 1904. Luego de la Triple Alianza y con el perfume colorado que se respiraba en Uruguay, los Blancos decidieron modificar la lógica de organización y nuclearse en el Club Nacional, situación que origina la tensión entre lo “blanco” y lo “nacional”. Es que “lo blanco” necesita encubrirse detrás de “lo nacional” para seguir participando en la vida política de Uruguay. Ese movimiento de gatopardo tampoco brindó resultados, ya que los Colorados habían construido un aparato de propaganda que seguía endilgando el perfil de bárbaro al Partido Nacional más allá de los esfuerzos de éste por tomar distancia de cierto pasado montonero. Así apareció Herrera, como un emergente del segundo evento, la derrota de la última montonera blanca de 1904. Herrera fue el encargado, dice Methol Ferré, de generar las condiciones para la emergencia de lo blanco. Si ya el exceso de buenos modales del nacionalismo no había conducido a nada, ¿por qué no avanzar en posiciones más radicales que contuvieran las bases sociales de la pradera?