Desde la Puna: Crónica de rocas y huesos

Una exitosa búsqueda arqueológica cuyas preguntas plantearon la necesidad de una segunda exploración, esta vez epistemológica. ¿Qué nos dicen los testimonios del pasado sobre nuestro presente?
Por Federico Restifo *

 

Allá por el año 2004 llegué por primera vez a Santa Rosa de los Pastos Grandes, un pueblo de unos doscientos habitantes, situado a cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar, en la Puna de la provincia de Salta. Como estudiante que era, integraba un grupo de cinco personas, de las cuales cuatro procurábamos ser arqueólogos, mientras que el integrante restante ya estaba graduado. Con esa ansiedad y emoción desbordante, propia de los primeros trabajos de campo, recorrimos la localidad en la búsqueda de sitios arqueológicos. Por la buena voluntad de don Nicolás Morales, habitante de la zona, pudimos llegar hasta un gran lugar. Se trataba de un alero, el cual consistía en una enorme roca blanquecina que sobresalía desde el sector intermedio de la ladera de un cerro, haciendo las veces de un techo que servía para el resguardo de una familia.

Ya en el propio suelo ensombrecido por la inmensa roca podíamos observar vestigios de un modo de vida sumamente antiguo. Fragmentos de cerámica, puntas de flecha fracturadas y astillas de hueso yacían desparramados. Todo esto inmerso en una matriz sedimentaria que conjugaba un polvo añoso con las heces resecas de llamas, cabras y ovejas; lo que atestiguaba también la presencia reciente de la gente de la zona, dedicados a la labor de pastoreo y crianza de animales. Acorralando a la ansiedad, decidimos plantear un buen trabajo de excavación para el año siguiente. Así fue que en marzo de 2005 retornamos.

Partimos a pie desde el pueblo, recorriendo los once kilómetros que nos separaban del sitio arqueológico. Llevamos todo lo necesario para acampar durante diez días, incluyendo alimentos, agua, carpas, herramientas de trabajo, etc. Una parte de la carga iba sobre nuestras espaldas, y la otra a lomo de cinco mulas. Al grupo se sumaba don Nicolás también, quien había preparado la carga con mucho cuidado, con ataduras de soga hecha en lana de llama por él mismo, y quien también guiaba a los animales cargueros por la senda indicada. Atravesamos la vega del pueblo, un generoso manto verde producto de las corrientes de agua subterránea, que ofrece de beber y de pastar a los numerosos rebaños. Luego de unos cinco kilómetros nos encontramos en la entrada de la quebrada de Santa Rosa. Un maravilloso corredor entre cerros, surcado por el estrecho y sinuoso río Pastos Grandes.

 

Campamento en la quebrada de Santa Rosa (Salta, Argentina). Fuente: Imagen aportada por el autor.

 

Luego de caminar toda esa quebrada se abrió un espacio amplio ante nosotros, donde apenas crecían pastizales amarillentos sobre un suelo arenoso. Ese era el lugar indicado para acampar. Nos saludamos con Nicolás, y también pactamos con él para que regrese por nosotros en diez días. Ese era tanto el aviso como el recordatorio, porque hasta entonces ya no habría posibilidad de comunicarnos. Una vez que desempacamos todos nuestros enseres, comenzamos a armar nuestras carpas y a elegir el lugar del fogón. Nos ganó la noche en medio de los preparativos de herramientas para el día siguiente, y con ella el frío, obligándonos a entrar a las carpas. Entre el cansancio que sentíamos y la hora del sueño medió una breve cena de enlatados. La Puna hacía lo suyo. Agotamiento, dolores de cabeza, mareos. Fue difícil conciliar el sueño. Pero a cambio, podía contemplar el maravilloso cielo puneño, verdadero refugio de la vía láctea. Ya con el primer sol de la mañana dejamos las carpas, prendimos el fuego y desayunamos unos mates con galletas y dulce de leche. Luego, preparamos todo el equipo para excavar, y caminando unos tres kilómetros por la quebrada de las Cuevas, que se abre desde la quebrada de Santa Rosa, nos reencontramos por fin con el alero.

La excavación fue sumamente exitosa. Superó ampliamente las expectativas con las que habíamos regresado luego del primer avistamiento del sitio. Excavando pacientemente con nuestros pequeños cucharines de albañil fuimos recogiendo y almacenando cuidadosamente cada uno de los materiales que aparecían. A la cerámica, instrumentos de piedra, y huesos se sumaron bellísimos ejemplares de astiles de flecha confeccionados en cañas de la selva. También aparecieron los restos de antiguos fogones. Esos manchones de ceniza oscura fueron fundamentales, porque a partir de ellos, y de los huesos también, se pudo aplicar la técnica del radiocarbono, y así obtener fechas para la historia de vida humana en este alero.

 

Arqueólogos descansando a la sombra o fuera del alero. Fuente: Imagen aportada por el autor.

 

Ya de regreso en la ciudad de Buenos Aires recibí un llamado. Al otro lado la voz entrecortada y emocionada de un compañero de trabajo traía la buena nueva: ¡teníamos un fechado de cuatro mil doscientos años! O sea, que por ese alero habían pasado personas hacía más de cuarenta siglos, legándonos frágiles pero valiosos testimonios de su modo de vida. A su vez, aumentando las muestras sometidas a la técnica del radiocarbono, se obtuvieron fechas con valores de dos mil, de tres mil y de cinco mil años, lo que reflejaba un habitar relativamente continuo del alero a lo largo de los siglos. Vaya si había sido importante ese lugar para la “gente de antes”, como decía Nicolás.

Tanto en las capas más antiguas como en las menos antiguas los fragmentos de huesos eran abundantes y se contaban por miles. Cuando las fechas estaban en torno a los dos mil años la presencia de huesos de llama era clara, a la par de otros animales como la vicuña y el guanaco. También aparecían puntas de lanza o de flecha, según la antigüedad de la capa sedimentaria, y ocasionalmente podía haber cerámica, salvo en la capa de cuatro mil años, puesto que se supone aún no se había inventado en la región para ese entonces. Pero la presencia de huesos de animales llamaba la atención. La identificación de marcas de corte en sus superficies eran la señal de que habían sido alimento también de aquellos antiguos y antiguas, quienes luego de cazarlos a tiro de arco y flecha o de lanza, los habrían despostado y cuarteado empuñando sus filos de piedra. Pero también, avanzado el tiempo, los antiguos pobladores habrían obtenido su alimento de la crianza y cuidado de esos animales. Al parecer, el registro de huesos del alero reflejaba el proceso regional de domesticación de animales silvestres, que luego derivó en la evolución del quizás más emblemático animal del Noroeste Argentino: la llama.

Pasó mucho tiempo desde aquel lejano 2005. La investigación fue creciendo, y también nosotros. Pudimos graduarnos, e insertarnos como trabajadores del sistema científico nacional. En mi caso, desde el año 2009 es el CONICET el organismo que me permite dar continuidad a mi investigación, y la UBA la que favoreció notablemente la posibilidad de que estudie una carrera universitaria completa.

Cumplidas las obligaciones más férreas de la carrera científica, que radican en la obtención de un título de grado, un título de posgrado y luego el ingreso como investigador en el sistema nacional, comencé a expandir mi horizonte de investigación, pero también de pensamiento. La Puna me había regalado una imagen que me hacía pensar y pensar. No dejaba de recordar el regreso desde el campamento hacia el pueblo de Santa Rosa de los Pastos Grandes, una vez finalizada la excavación. Desandábamos la quebrada de Santa Rosa y atravesábamos la vega cargados de esos huesos de llamas y vicuñas tan antiguos. Y al mismo tiempo, también veíamos en pie a las llamas de la gente del lugar, y a los pastores y pastoras cuidando de ellas.

 

Llama con alforjas en San Antonio de los Cobres (Salta, Argentina). Fuente: Imagen aportada por el autor.

 

Y de allí surgían preguntas: ¿Podíamos pensar que los actuales pobladores y pobladoras de la Puna dedicados al pastoreo de llamas, así como cabras y ovejas, eran portadores de una herencia cultural milenaria? ¿Será que un antecedente antiguo de esa tradición de pastoreo y crianza de animales estaba cifrado en el tiempo de los huesos arqueológicos que habíamos hallado? Y en última instancia, aparte de algo sobre el pasado ¿las muestras de huesos que cargábamos nos podían también decir algo sobre el presente del que somos parte?

Se empezaba a hacer difícil dar una respuesta a estas preguntas. Las ideas que había aprendido cursando las materias de la carrera, y que abundaban en autores y autoras del Hemisferio Norte, no me mostraban un horizonte claro. Es verdad que manejaba un sofisticado conocimiento de modelos teóricos y técnicas sólidamente desarrolladas en los grandes centros científicos del mundo. Pero poco y nada de la producción científica de esos grandes centros me orientaban hacia una respuesta de mis interrogantes. Incluso los textos escritos en las revistas de Sudamérica, muchos de ellos apoyados en ese mismo pensamiento gestado en el Norte, narraban el pasado como una historia concluida, sin correlatos en el presente.

Quizás el “problema” de mis preguntas era que estaban situadas. Se trataba y se trata de interrogantes que buscan indagar en el pasado, pero ya no para decir algo sobre un tiempo pasado entendido como pasivo e inerte, sino para comprender algo del presente en el que me toca vivir e insertarme como investigador. Es decir, para comprender cuánto de lo ocurrido o gestado en ese pasado persiste en este presente de tradiciones antiguas y modernidad. Ya no me interesaba que mi trabajo concluya en un relato acerca de “poblaciones extintas”, sino en un relato de aquello que persiste y forma parte del panorama cultural de mi territorio. Así, a la búsqueda de lecturas de otros arqueólogos y arqueólogas cuyos nombres casi no figuraban en los programas de la carrera, también le sumé las lecturas sobre pensamiento argentino.

Por trabajar en la región andina, las sugerencias convergieron en un nombre: Rodolfo Kusch. Pero la búsqueda personal también me llevó a la obra de Bernardo Canal Feijoo y a revisar los cimientos intelectuales de esa idea de pasado desplazado. Respecto de esto último, me acerqué a la obra de Sarmiento, y a la de uno de sus más fervientes admiradores en el siglo XX: José Ingenieros.

Hoy puedo decir que de Kusch destaco una idea poderosa para la arqueología. La misma fue presentada en el libro América Profunda, y afirma lo siguiente: “Una piedra pulimentada tiene un jirón de verdad humana que la torna valiosa, aun cuando se carezca de detalles históricos al respecto” (1999 [1962]: 118).

En este pasaje Kusch se refiere a una piedra modificada por pulido, como tantas que pueden hallarse en sitios arqueológicos del Noroeste Argentino, pero bien podría reemplazarse por cualquier otra clase de artefacto como “hueso” por ejemplo. Así, a los objetos comúnmente sometidos a mediciones y rigurosos análisis técnicos, y así transformados únicamente en fuentes de datos, se le ofrece la idea de que también reflejan algo de “verdad humana”, es decir, algo sobre la vida humana y el modo de llevarla a cabo. Es decir, esos huesos que recuperamos en el alero, además de ser clasificables en especies como vicuña, guanaco o llama, y de corresponderse con ciertos estándares métricos de dichas especies, también pueden ser pensados como un testimonio de lo diverso y antiguo de la vida humana y de su cultura en un territorio.

 

Ceremonia de apertura de la primera feria ganadera de Santa Rosa de los Pastos Grandes (Salta, Argentina). Sobre la ladera del cerro se lee "Feria Ganadera Pastos Grandes" "El futuro me llama". La wiphala flamea sobre don Nicolás Morales, quien se prepara para el discurso de inicio. Fuente: Imagen aportada por el autor.

 

Por su parte, en la obra Conflicto y Armonías de las Razas en América de Sarmiento (2011 [1883]), encontré uno de los gérmenes de la idea de discontinuidad de población nativa en territorio argentino. El imperioso afán del estadista por incrustar una enorme masa de pobladores de origen europeo a nuestro territorio, en virtud de su ardiente deseo por construir una sociedad a imagen y semejanza de la Europa de fines del siglo XIX cimentaron la idea de que era necesario suprimir a la población nativa, por resultar, desde su óptica, un obstáculo para el progreso de la nación. Lamentablemente nuestro país fue escenario de numerosos episodios de campañas de asesinatos de la población nativa, alimentando el deseo de moldear una población de “euro-argentinos”, al decir de Ingenieros (1957 [1913]: 327), quien imaginaba que los argentinos y argentinas se deleitarían leyendo las historias de las poblaciones indígenas extintas.

Cuando recorro la Puna pienso que estas ideas de discontinuidad no reflejan la realidad que veo. Aparte de que en esas alturas una gran parte de la población reivindica las identidades indígenas (Atacameños, Collas), también observo que persisten tradiciones culturales de muy larga data, como el hilado de fibra de llama con puska y muyuna o también llamados huso y tortero (Restifo 2023). A esto puede sumarse la continuidad de la actividad de pastoreo y crianza de animales. Estas tradiciones forman parte del modo de vida de muchísimas familias puneñas, que en su vida cotidiana entrelazan su tradición “ancestral” como dirían ellos y ellas, con la tradición de la modernidad, representada en el trabajo asalariado, la actividad comercial, así como en la formación escolar y también, y crecientemente, en la formación universitaria.

Por último, en la obra Confines de Occidente, de Bernardo Canal Feijoo (1954), encuentro otra idea de relevancia. En un pasaje de su libro dice así: “La pobreza de la cultura americana sería la falta de un poderoso elemento de subjetividad propia francamente expresado” (1954: 26). Esta frase, escrita hace unos 70 años refleja un hecho muy presente. Se trata del hecho de que aún pesa mucho sobre nosotros investigadores científicos y americanos la agenda de investigación global. Esto se concreta en el afán de ir detrás de los últimos procedimientos de investigación y técnicas desarrollados en los países centrales, y también de sus preguntas de investigación. Entiendo que no hay nada de malo en estar atento a lo que se logra en los países centrales (u otro país). El único problema es que esto inhiba la posibilidad de generar preguntas surgidas de la propia realidad americana, de las propias coordenadas territoriales en las que investigamos, y de la propia coyuntura cultural y política en la que estamos insertos como investigadores e investigadoras. Y creo que eso es lo que ocurre en la investigación en arqueología.

Entiendo que desde la generación de interrogantes propios, que deriven en un “decir algo” sobre nuestra realidad, podrá surgir una perspectiva original, que bien pudiera denominarse americana. Creo que el punto de partida está en abandonar la idea de un pasado desplazado, espejismo de tradiciones y poblaciones extintas. Desde aquí es posible pensar en la continuidad de esas antiguas tradiciones que se trenzan hoy en día con la herencia europea, entre otras diversas herencias culturales que hacen a la Argentina, a su pasado, y por qué no, a su futuro.

 

* Arqueólogo. Investigador del CONICET. Docente en la Universidad de Buenos Aires. Investigador colaborador de la Universidad Nacional de Salta y del Museo Regional Andino (san Antonio de los Cobres, Salta).
Imagen de portada: La Hora de Salta.


Bibliografía:

- Canal Feijoo, B. (1954). Confines de Occidente. Buenos Aires, Argentina: Editorial El Raigal.

- Kusch, R. (1999 [1963]). América Profunda. Buenos Aires, Argentina: Editorial Biblos.

- Ingenieros, J. (1957 [1913]). Sociología Argentina. Buenos Aires, Argentina: Elmer Editor.

- Sarmiento, D.F. (2011 [1883]). Conflicto y Armonías de la Razas en América. Buenos Aires, Argentina: Terramar Ediciones.

- Restifo, F. (2023). El hilado artesanal en la Puna salteña (Argentina): Un saber antiguo para deshacer el eurocentrismo. Trabajo presentado en el I Congreso del Pensamiento Nacional Latinoamericano, Universidad Nacional de Lanús.