Avatares y transformaciones del (neo)liberalismo a 40 años de la recuperación de la democracia
Desde los años 80, el término “neoliberalismo” viene siendo objeto de arduas e interminables discusiones en el campo académico latinoamericano. Se lo ha asociado con recetas económicas de corte “ortodoxo” y con las acciones represivas que lo acompañaron desde fines de los ’70; se lo ha reducido después a las famosas premisas del “Consenso de Washington” que orientaron las políticas de desregulación del mercado y de reforma del Estado tras la caída del Muro de Berlín y el modelo de globalización financiera impulsado durante los ‘90. Más recientemente, quizá desde el segundo decenio del siglo XXI, con la llegada al poder de gobiernos neoliberales mediante el voto popular y a fuerza de experiencias cuyo alcance todavía no terminamos de percibir con claridad, hemos ido comprendiendo que no estamos simplemente ante un fenómeno económico, sino también cultural y, sobre todo, subjetivo. Esto es así porque el neoliberalismo hace de la economía una grilla para conducir la subjetividad hasta en los más íntimos detalles de la vida cotidiana: una lebensführung, en términos de Max Weber. Lo que emerge con ello es otro tipo de ciudadanía que ya no se apoya tanto en el reconocimiento de derechos universales como en la igualdad formal ante la ley para realizar proyectos individuales conforme a la racionalidad instrumental medios-fines. Cada individuo cuenta con medios finitos para alcanzar objetivos determinados subjetivamente. Es lo que Ludwig von Mises denominaba como “praxeología”: la lógica misma de la acción humana.
Para los historiadores de las ideas, la obra de Mises podría ser considerada como el punto de partida del complejo proceso de renovación que atravesó el liberalismo durante la crisis de los años ’30. Para los observadores de la época, era la crisis del liberalismo manchesteriano sintetizado en el credo laissez-faire, laissez-passer, la quiebra del sistema financiero mundial y el fin del comercio basado en el patrón oro, todo esto acompañado por la implementación de otras formas de resolver la famosa “cuestión social” generada por el capitalismo de masas. Los manuales de historia y de ciencia política definen a aquella época como el comienzo del Estado de bienestar. En cualquier caso, Mises fue un canal de diálogo y de articulación entre diversas escuelas y corrientes liberales que se opusieron al bienestarismo y sus políticas económicas de corte keynesiano desde el primer momento. Allí estaba la escuela austríaca, pero además el ordoliberalismo alemán y el libertarianismo estadounidense emergido hacia finales de la Segunda Guerra Mundial.
Ludgiw Von Mises. Fuente: Instituto Mises.
Estas escuelas comenzaron a difundirse en la Argentina desde mucho antes de lo que habitualmente se cree. No hubo que esperar al Proceso de Reorganización Nacional abierto en 1976 y a las políticas impulsadas por su ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, para que las ideas económicas ortodoxas se hiciesen presentes en el país; de hecho, tampoco fue necesario superar el supuesto paréntesis de los años 80 y aguardar al Consenso de Washington para que el neoliberalismo entrase en la agenda de las clases dirigentes locales. Con anterioridad a la implementación de cualquier plan económico concreto, existió un basamento de ideas, intercambios y debates que, entre otros elementos más o menos estructurales, posibilitó el desarrollo del neoliberalismo en la Argentina. Las ideas de la escuela austríaca, el ordoliberalismo alemán y el libertarianismo circulaban desde los años 50 a través de libros, columnas de opinión, conferencias y cátedras universitarias. Alberto Benegas Lynch padre (1909-1999) fue uno de sus primeros difusores. Álvaro Alsogaray, ministro de Economía durante el gobierno de Arturo Frondizi y creador de la UCEDE a principios de los ’80, también formó parte de un grupo de intelectuales marginales que comenzaron autopercibiéndose como “predicadores en el desierto” –metáfora ya utilizada por Juan Bautista Alberdi– y que se daba la ambiciosa tarea de sentar las bases para una Argentina “posperonista”. A esa larga peregrinación llegó a sumarse el polémico Federico Pinedo, quien fue socialista durante los años ’20, conservador durante los ’30 y ’40, y finalmente un declarado adepto de las ideas antiestatistas de la escuela austríaca en los ’60. Durante las décadas de 1960 y 1970 –décadas marcadas por la fragilidad del orden democrático y la proscripción del peronismo– fueron apareciendo en escena otros actores que quizá hoy nos resulten poco conocidos pero que supieron sostener una defensa militante del nuevo liberalismo en ciernes. Algunos procedían del catolicismo liberal, como Manuel Tagle o Manuel Río, otros estaban más ligados a la casta militar, tal era el caso de Carlos Sánchez Sañudo, mientras que Ricardo Zinn y los integrantes del “Grupo Perriaux” –una de las usinas intelectuales de la última dictadura cívico-militar– pivoteaban entre diferentes círculos de poder económico y político.
Más allá de las procedencias diversas, había un objetivo en común cuya consecución articulaba tres dimensiones complementarias. Primero, el objetivo de despolitizar la economía, vale decir, quitarla de la órbita de las masas fagocitadas por líderes supuestamente demagógicos que pretenden perpetuarse en el poder concediendo prebendas desde el Estado. Esto implicaba, en segundo lugar, redefinir el concepto mismo de democracia, la cual ya no era considerada como un fin en sí mismo, un valor supremo para la convivencia pacífica y el acceso a mejores niveles de vida, sino como un medio para garantizar la libertad económica y la propiedad privada. En esa clave se interpretó la Constitución de 1853-1860, concibiendo a la libertad económica como la base de todas las demás libertades, incluidas las libertades de expresión, de asociación y de participación política. Así las cosas, el dilema de los nuevos liberales no era el de democracia versus el autoritarismo; el dilema pasaba más bien por adoptar un orden de libre mercado o seguir la vía del totalitarismo europeo. El totalitarismo, según Friedrich Hayek y otros neoliberales de renombre mundial, no representaba necesariamente una amenaza externa a las democracias occidentales, sino que más bien era el germen que la democracia moderna llevaba en su seno. Ese germen estaba en la injerencia del Estado sobre la propiedad privada y la libertad económica de los individuos. Alsogaray y Benegas Lynch se apoyaron en Hayek para interpretar al peronismo, pero también a los gobiernos desarrollistas de Frondizi y de Arturo Illia. El dilema podía estirarse tanto como para incluir a la “Revolución Libertadora” de 1955 y la “Revolución Argentina” de 1966: gobiernos de facto con buenas intenciones de partida –de acuerdo con los testimonios brindados por los intelectuales antes mencionados– aunque con tendencias hacia el “El fatal estatismo” –siguiendo el título de un libro publicado por Pinedo en 1956.
"El fatal estatismo", libro de Federico Pinedo (Kraft, 1956). Fuente: CEDINPE.
De ahí la tercera dimensión, quizá la más importante y también la menos atendida hasta hace no mucho tiempo. La contracara de esta reconfiguración política es una reconfiguración subjetiva. El sujeto de una democracia limitada es el individuo indefinidamente proyectado sobre sí mismo. Sujeto de las energías creativas, en términos de Benegas Lynch, o de la “autosuperación” y de la innovación permanente para el discurso contemporáneo que mezcla las teorías del management con los libros de autoayuda y técnicas de coaching. Durante más de medio siglo, el (neo)liberalismo argentino fue una propuesta política sin sujeto. Por supuesto, no fue el único caso. La historia argentina del siglo XX ha mostrado una infinidad de propuestas de diverso signo ideológico con escaso apoyo popular. Lo cierto es que hoy, a 40 años de la recuperación de la democracia, nos encontramos con un liberalismo capaz de interpelar a una heterogénea masa de sujetos que puede adoptar diversos nombres, pero que difícilmente llegue a constituirse como un “pueblo” entendido en los términos clásicos de la democracia moderna. Los análisis y las explicaciones abundan por doquier. Mucho se dice sobre aquellos sujetos, poco se sabe sobre quiénes son realmente. Quizá porque, de alguna manera y en diferentes grados, esos sujetos somos nosotros mismos.
Desde hace casi una década, transitamos un creciente proceso precarización tanto a nivel económico y social como espiritual. La democracia argentina no sólo está atravesada por la famosa “grieta”; más profunda y radicalmente, está marcada por un hiato entre las promesas de una mejor calidad de vida y la realidad efectiva. Ese es el hiato por donde se ha filtrado el liberalismo y sus versiones “renovadas”; versiones que, dicho sea de paso, son casi tan antiguas como el peronismo y que, además, fueron llevadas adelante en diferentes oportunidades. Ahora el liberalismo encarnado por Javier Milei y “La Libertad Avanza” promete un ajuste feroz y para ello cuenta con el aval de una inmensa porción del electorado argentino. Las ideas no son nuevas. Lo novedoso es que este (neo)liberalismo ha logrado articular lo personal con lo político, el todo con la parte: algo que, al menos hasta el momento, sólo había logrado el peronismo. Se trata de un hecho inédito para la democracia argentina, aunque no tan sorpresivo si se lo mira en perspectiva. Después de todo, los liberales reconvertidos venían militando sus propuestas desde hace más de medio siglo y, sin lugar a duda, han sido efectivos en su cometido.
Peatones usando sus celulares, una imagen habitual de estos tiempos. Foto: Guillermo Rodriguez Adami (tomada de Clarín).
Queda por ver si los proyectos nacionales basados en la Justicia Social y las promesas de bienestar general logran elaborar otras formas de articulación entre la política y las subjetividades que emergen con el capitalismo tardío. Nuestro pasado tiene mucho para enseñar al respecto, nuestro presente exige ejercitar la imaginación y saber articularla con la praxis, nuestro futuro, como en otros momentos cruciales, permanece abierto y sólo puede construirse en forma colectiva, esto es: entre todos y cada uno…