La inflación, la moneda y la grandeza de la patria

El autor reflexiona sobre la raíz ontológica de nuestras crisis económicas. El valor de la moneda como dilema existencial.
Por Aarón Attias Basso *

 

A comienzos de siglo Eduardo Galimberti, mi primer profesor de sociología1, compartió conmigo una historia que tardé años en entender. Tomando un café en el comedor universitario me contó que durante su exilio en España una vez lo visitó Norberto, un viejo amigo de su infancia en Córdoba. Era 1995 y paseando por Madrid discutían acerca del estado de la Argentina menemista. Galimberti no podía aceptar que la convertibilidad funcionase, le parecía una ingeniería económica delirante que solo podía explicarse por el alineamiento de Menem a los EEUU. Norberto tampoco entendía los mecanismos por medio de los cuales era posible que a partir de una ley dictada por el Congreso argentino un peso valía lo mismo que un dólar. Sin embargo, cansado de argumentar y también un poco molesto por el hecho que Eduardo criticase a la Argentina viviendo en España, se detuvo frente a un cajero automático y le dijo:

 

—Vení. Te la voy a hacer fácil. —Introdujo la tarjeta del Banco Francés y sacó el equivalente en pesetas a 200 dólares —¿Ves? ¿Te das cuenta boludo? Es así de simple: un peso, un dólar.

 

Galimberti era un hombre con un gran sentido del humor, por lo que se divirtió con la performance, cortó con los cuestionamientos y se fueron a gastar ese dinero en dos cosas cuyas virtudes no dejaban lugar al debate: la cerveza y el jamón.

Norberto quería a la Argentina, pero ese patriotismo era vivido con mucha angustia. Le había dolido la derrota de Malvinas y quedó conmocionado cuando se enteró de los horrores de la dictadura durante el juicio a las Juntas. Nunca estuvo particularmente interesado en política. En su momento reprobaba la militancia izquierdista de Eduardo, pero tampoco estaba a favor de los militares. En el 83 votó a Alfonsín, le parecía un tipo correcto. Hiperinflación mediante, votó a Menem en el 89 y luego otra vez en el 95.

Esta era la primera vez que viajaba a Europa y se sentía reconciliado con su país. Ahora, al menos en su mente, los crímenes de la dictadura eran cosa juzgada, había afano pero nada del otro mundo y lo más importante de todo era que por fin vivía en un país sin inflación. Su ferretería funcionaba, no tenía jefe y con lo que vendía podía pagar la hipoteca, sostener económicamente a su familia y, cada tanto, darse un gusto con un viaje al exterior. Por su parte, a pesar del exilio, a su amigo Eduardo no le iba tan mal. Había terminado la carrera, tenía trabajo y vivía en un departamento pequeño pero en un barrio hermoso. A diferencia de Eduardo, Norberto estaba feliz de que se acabase de una vez el siglo veinte.

 

Postal típica del año 1989, cuando los precios cambiaban varias veces en el mismo día. Fuente: Crónica.

 

Galimberti seguía las noticias argentinas lo mejor que podía. Tanto su formación como su posición política lo llevaban a enfatizar en los aspectos más preocupantes de la convertibilidad: el aumento del desempleo, la precarización laboral, la pobreza, la venta del patrimonio del Estado y el creciente endeudamiento con el FMI... Pero el encuentro con su amigo le reveló dos cuestiones fundamentales. La primera fue que Norberto encontraba en la estabilidad de la moneda un indicador del cumplimiento del destino de grandeza de la Argentina. La segunda era que la inflación de los últimos años de Alfonsín le habían resultado insoportables. En una carta del 89 le había escrito: «Vos me decís que extrañás la Argentina solamente porque estás allá. No te hacés una idea del quilombo que están haciendo los radicales Eduardo. ¿Sabés lo que es que te cambien el precio del vino en la fila del supermercado?».

Norberto nació en el 44, hasta entonces había vivido el fenómeno de manera más o menos natural. Hubo inflación antes de Perón y luego durante su gobierno, pero también con los militares, con Illia y con Frondizi. En fin, la Argentina es un país febril. La pregunta por sus causas lleva a discusiones interminables. Las favoritas de siempre son la emisión monetaria, el exceso de circulante y el déficit del Estado, pero la lista está lejos de completarse y de ser homogénea. Hay quienes afirman que la inflación también está causada por la concentración de empresas y la formación de oligopolios como el del aluminio y el de los lácteos, pero también el de la información. ¿Quién osaría decir que la formación de latifundios no tiene nada que ver con este asunto? Otros agregan al conteo la extranjerización de la economía, sobre todo en la producción de alimentos. Luego hay quienes suman a la lista la fragilidad de la estructura económica argentina, su dependencia de las decisiones que se toman en otras latitudes sobre las cuales no tenemos la menor influencia. En este sentido podría pensarse a la falta de soberanía como factor inflacionario, como también a un Estado bobo que se ata de manos ante las principales fuerzas que le disputan poder, con bajas capacidades de intervención y una burocracia poco eficiente (en su misión de garantizar derechos). Por otra parte, podríamos preguntarnos si no aporta al problema una dirigencia que ya ni toca el vidrio con la nariz y que por lo tanto fortalece la invisibilización de la pecera.

Estoy dejándome llevar, abusando de las libertades concedidas por los editores. Apelo a casos exagerados para mostrar que la inflación no es un problema económico, tal como se entiende de ordinario. La falta de control de cambios —o su carácter fallido— con la consecuente fuga de capitales, la deslegitimación de las retenciones a los productos agropecuarios, así como los acuerdos con el FMI no son en absoluto problemas de la economía, si por esta entendemos una esfera separada y deshumanizada, es decir, deshistorizada y reducida a las cosas.

Pero quisiera volver al relato y plantear otras preguntas, más concretas. ¿Por qué era tan terrible la inflación para Norberto? ¿Por qué fue capaz de semejantes sacrificios ante la promesa de detenerla? ¿Qué tiene que ver esto con el patriotismo? Una de las lecturas más interesantes acerca de la convertibilidad es la de Alexandre Roig (2012), quien la piensa como la institución (política) de una moneda sustraída de la acción mancillante de la política argentina. Afirma que fue un acto de sacralización de la divisa, una medida económica que debe inscribirse en el registro de lo religioso.

En esa línea, creo posible entender a la hiperinflación como la crisis de uno de los principales sistemas de diferencias que operan en una sociedad capitalista: el sistema de precios. Este no solo tiene por fin la producción y circulación de bienes y servicios, sino que es un mecanismo que informa acerca de qué es valioso, quién es exitoso y por lo tanto admirable y cuáles son las actividades que merecen nuestra energía. Estamos ante una cuestión existencial, un problema político por excelencia. No es solo un inconveniente, es una crisis de sentidos en la que uno de los pilares del sistema de diferenciación enloquece. Al menos en cierta medida, Norberto dejó de saber si le iba bien o mal, si estaba en el camino correcto… no tenía criterio para juzgar las decisiones que había tomado en tanto que todas sus relaciones también estaban insertas en la misma inestabilidad semántica.

 

Domingo Felipe Cavallo, padre de la Convertibilidad. Fuente: FiloNews.

 

En ese sentido, puede entenderse mejor el apoyo y la celebración de la creación de esta «moneda eterna» (en tanto que intocable mientras duró). Resulta menos escandaloso que su existencia fuese más importante que el patrimonio colectivo y que la estabilidad monetaria fuera más valiosa que el bienestar de buena parte de la ciudadanía. En la Argentina decidimos —a través de la ficción representativa— que el sistema monetario debía funcionar a cualquier costo, que su estabilidad justificaba todo sacrificio. Con el «uno a uno» Norberto vio un mundo que volvía a tener sentido —el cual podía gustarle más o menos— pero que estaba allí, y comprendió que un sentido, cualquiera sea, era mejor que el sinsentido. Pero además veía en el poder de compra del peso argentino, en su capacidad de ir a España y ostentar su moneda nacional en un territorio que en su imaginario constituía uno de los centros del mundo, la potencia de su país, su ingreso (o su regreso) al concierto de las naciones desde el lugar que merecía.

Resulta que el dinero se puede contar, pero nunca es solo un número. El momento de gasto es un instante clave de materialización de significados e identidades, es su puesta en acto. Como se observa en las investigaciones de Pablo Figueiro (2008) y de Ariel Wilkis (2015), todo gasto es un hecho social total que entrecruza el cálculo económico y el placer carnal, la percepción estética y la catadura moral. Pagar no es solo un acto utilitario, además puede ser un gesto de agradecimiento, de narcisismo y de autoridad, de solidaridad o de modales, ¡y todas las anteriores a la vez!

Norberto era un ferretero argentino que viajaba a Europa e invitaba a su amigo a pasear por Madrid; la Argentina es grande. Se me dirá que de una cosa no se deriva necesariamente la otra. Desde luego, pero sí lo hacía en el imaginario de Norberto y, muy posiblemente, en el de cientos de miles de votantes más. Por algo la convertibilidad es muchas veces nombrada (en un intento fallido de descalificarla) como la fiesta menemista, algo incomprensible para quienes entramos en la vida adulta justo a inicios del siglo XXI, que veíamos en los noventa pura negatividad: el derrumbe, la pobreza, la ostentación, el saqueo, etc. Pero sucede que para buena parte de la sociedad, esta década también fue una fiesta, un momento de consumo desproblematizado de bienes importados, de participación de la entonces llamada «globalización». Los números nunca hablan por sí mismos y por lo tanto son incapaces de dar respuestas unívocas; aquí solamente quiero mostrar el modo en el que Norberto los hacía hablar.

Nada de esto se encuentra desvinculado con nuestro tiempo. En incursiones etnográficas de los actos de campaña de Milei realizadas en octubre del 23, he podido observar a sus seguidores llevando en alto gigantografías de dólares. Esto es una excentricidad, claro, pero enuncia de manera burda la dolarización como arquitrabe de la construcción de sentido del candidato libertario, quien fue acompañado con más de 7 millones de votos en las elecciones generales. Llevar un dólar como bandera puede sorprender por lo craso del gesto político, pero hay que leerlo junto a otras consignas que emergen en el mismo discurso, tal como la leyenda «make Argentina great again», traslapando con total heterodoxia el cipayismo más explícito con el patriotismo.

 

Fotografía tomada en una caravana de Javier Milei en la ciudad de La Plata, en septiembre de 2023. Fuente: Clarín.

 

Los gobiernos kirchneristas fueron un período de expansión sostenida del consumo popular, en la que este este fue leído no solo como un indicador de desarrollo (otra palabra cuya reconfiguración es una tarea política urgente) sino también de justicia social. Se celebraba la venta de aires acondicionados junto al descenso del índice de Gini. Pero a la vez fueron los años del regreso de la inflación y el valor del dólar como tema de agenda permanente en la política argentina. Siempre volvemos a la máxima de Fermín Chávez (1974): “las crisis argentinas son primero ontológicas, después éticas, políticas, epistemológicas, y recién por último, económicas” (p. 12), pero no hay que olvidar que estas esferas son construcciones académicas y no entidades separadas. Para muchos y muchas compatriotas, combatir la inflación es otra forma de engrandecer la nación; si todo gobierno es una ontología, este no puede ignorar a las diversas lecturas que emergen en sus bordes (y de sus borders).

Como enseña Agamben (1998), la política siempre tiene que ver con la búsqueda de viabilización de una vida buena, mientras que la democracia es la forma que tenemos para que coexistan múltiples modos de vida evitando la aniquilación del otro. Hay aquí una apuesta mayor para la democracia Argentina: lograr formas de gobierno de las multiplicidades que permitan una vivencia gozosa, sin que esta se apoye sobre el sufrimiento de otros (actuales y futuros).

 

* Dr. en Ciencias Sociales. Docente en UNLa y en UBA. Investigador en CONICET-UNLa, FLACSO y en proyectos financiados por UBACyT y FONCyT.
Notas

1. No confundir con el célebre (o infame, según la posición y la época) Rodolfo Galimberti, quien fuera montonero en los setenta y empresario en los noventa.


Bibliografía

Agamben, G. (1998). Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida. Madrid: Pre-textos.
Chávez, Fermín. (1974). Civilización y barbarie en la historia de la cultura Argentina. Buenos Aires: Theoría.
Figueiro, Pablo. (2008) “El gasto improductivo en los sectores subalternos: aproximaciones a las lógicas sociales del consumo en un asentamiento del Partido de General San Martín”. Tesis de Maestría en Sociología Económica. Recuperado en 24 de octubre de 2023 de https://ri.unsam.edu.ar/bitstream/123456789/921/1/TMAG_IDAES_2008_FPJ.pdf
Roig, Alexandre. (2015). La puesta en soberanía de la moneda: la discusión parlamentaria. Revista mexicana de sociología, 77(1), 69-94. Recuperado en 24 de octubre de 2023, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-25032015000100003&lng=es&tlng=es.
Wilkis, Ariel. (2015). Sociología moral del dinero en el mundo popular. Estudios Sociológicos De El Colegio De México, 33(99), 553–578. Recuperado en 24 de octubre de 2023, de https://doi.org/10.24201/es.2015v33n99.1388