La educación argentina y la deslatinoamericanización

En el marco del lanzamiento de la obra colectiva “Pensamientos nuestroamericanos en el siglo XXI. Aportes para la descolonización epistémica”, Alla Ité presenta una síntesis del artículo escrito por el historiador, docente y ensayista Mario Oporto.
Por Mario Oporto *

 

"La primera página del Facundo: texto fundador de la literatura argentina. ¿Qué hay ahí? dice Renzi. Una frase en francés: así empieza. Como si dijéramos la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés: On ne tue point les idées (aprendida por todos nosotros en la escuela, ya traducida). ¿Cómo empieza Sarmiento el Facundo? Contando como en el momento de iniciar su exilio escribe en francés una consigna. El gesto político no está en el contenido de la frase, o no está solamente ahí. Está, sobre todo, en el hecho de escribirla en francés. Los bárbaros llegan, miran esas letras extranjeras escritas por Sarmiento, no las entienden: necesitan que venga alguien y se las traduzca. ¿Y entonces? dijo Renzi. Está claro, dijo, que el corte entre civilización y barbarie pasa por ahí. Los bárbaros no saben leer en francés, mejor son bárbaros porque no saben leer en francés. Y Sarmiento se los hace notar: por eso empieza el libro con esa anécdota, está clarísimo. Pero resulta que esa frase escrita por Sarmiento (Las ideas no se matan, en la escuela) y que ya es de él para nosotros, no es de él, es una cita. Sarmiento escribe entonces en francés una cita que atribuye a Fourtol, si bien Groussac se apresura, con la amabilidad que le conocemos, a hacer notar que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney. O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la incultura y la barbarie".

Ricardo Piglia, "Respiración artificial"

 

El 10 de diciembre de 1982 en el Salón de Conciertos de Estocolmo, Gabriel García Márquez, en su discurso ante la Academia Sueca al recibir el premio Nobel de literatura, se refirió a la obra de Antonio Pigafetta “Relazione del primo viaggio intorno al mondo” (1524). El explorador y geógrafo Antonio Pigafetta, nacido en Vicenza, Italia, fue el cronista de la expedición de Fernando de Magallanes, que culminaría con la primera circunnavegación del globo en 1522.

Al iniciar su discurso, García Márquez decía con respecto al escrito de Pigafetta sobre su paso por nuestra América meridional: “Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo”.

Ante la imposibilidad de admitir que estaba frente a un animal original y desconocido utilizó los elementos que la fauna europea le brindaba para describirlo. Construyó un monstruo donde había simplemente algo diferente.

Lo no europeo o lo no conocido se presenta como un “engendro” (algo anormal, deforme o mal concebido) hecho con retazos de sus conocimientos de la zoología europea, que no le proporcionaban modelos aptos para comprender lo nuevo o lo diferente.

Trasladado a las ciencias sociales, la “construcción de monstruos” en base a categorías externas, fue una práctica frecuente para analizar, describir o explicar los procesos históricos de América Latina.

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Al estudiar y enseñar los originales fenómenos políticos y sociales de nuestro continente, estos son mirados desde el lente de “sistemas de ideas nacidos y desarrollados en otras condiciones materiales y temporales” (Bolívar, 2008). Al ser analizadas como deformaciones de las grandes ideologías europeas, las tradiciones del pensamiento latinoamericano son observadas como malas prácticas, como meras copias o simplemente ignoradas.

Desde esa experiencia, se podría señalar que la historia de los textos escolares como también los ensayos de mayor divulgación intelectual, fueron fuertemente eurocéntricos. Ello condujo a considerar en “forma desfavorable o despectiva a las experiencias de indudable interés y sabiduría que acaecieron en algunos países periféricos” (Bolívar, 2008).

Esta dependencia intelectual generó procesos de expropiación epistémica. El pensamiento latinoamericano, por lo tanto, “puede ser comprendido como la historia de los intentos explícitos e implícitos por armonizar ese afán siempre desesperado por la modernización con la obsesión indeclinable por la identidad” (Svampa, 2016). Esta “dependencia epistémica” condicionó los contenidos escolares y fue la escuela la que difundió masivamente una visión de una argentina blanca, litoral y sin pasado indígena que actuaba como excepcionalidad rioplatense en un continente ajeno e ignorado.

En la segunda mitad del siglo XIX la “balcanización” de la América sureña y la construcción de la nacionalidad emergente encontraron entonces en las historias nacionales primigenias y en el sistema educativo recientemente organizado, dos instituciones exitosas para construir con sus juicios, relatos, panteones y ritos, la “argentinidad” como resultado de una sociedad de “europeos en el exilio”.

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Comienza la era de la «chilenidad», de la «peruanidad» y de la «argentinidad», y de los sistemas educativos que reafirman tanto la nacionalidad como a sus héroes nacionales, desvinculándolos de los héroes de otras naciones con los que, paradójicamente, lucharon juntos por la independencia. Hay una relectura nacional de la historia que enfrenta entre sí a los libertadores de América, estableciendo fronteras de competencia y rivalidad allí donde pocos años antes se postulaba la unidad.

El imperialismo ya no solo se manifiesta a través de una potencia colonialista que toma territorios, ahora ha mutado y se presenta como una red de capitales financieros que invierten sus recursos en la periferia para obtener no solo lo que no tienen, sino aquello que tienen, pero no les alcanza.

Entonces emerge el rescate de las economías templadas, el surgimiento del trigo y la carne con posibilidades de exportación, el proceso de congelado, la revolución de los transportes y, por lo tanto, lo que Lenin supo sintetizar tan bien: el imperialismo como fase superior del capitalismo. Por lo tanto, las contradicciones que se predecían para los países más desarrollados de Europa se trasladan a la periferia como una contradicción principal que ya no entre clases dentro de un mismo país, sino entre países desarrollados y países que no han logrado su desarrollo autónomo.

Es el final de las guerras de la independencia, que empiezan a transformarse en guerras “interestatales” entre los nuevos estados en los que deviene la América Ibérica. Se produce el triunfo de los separatismos de las oligarquías exportadoras y, por lo tanto, el fin del ciclo de los unificadores continentales.

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De esta manera, en la segunda mitad del siglo XIX se encontraba la necesidad de profundizar la idea de argentinidad, divorciada de sus preexistentes vinculaciones hispanoamericanas. La tarea era la de consolidar un territorio unificado, una única lengua, una historia común, una identidad, una civilización. Lejos de una mirada global que contemplara la complejidad de plurales civilizaciones (Braudel, 1978), la intención fue la de transmitir una sola idea de cultura civilizatoria homogénea (Giovine, 2001). El faro era Occidente, visto como la civilización o modelo a seguir.

Como sabemos, los europeos lograron generar una nueva perspectiva temporal de la historia y re-ubicaron a los pueblos colonizados, a sus historias y culturas, en el pasado de una trayectoria histórica cuya culminación era Europa (Quijano, 2011). De esta manera, se organizó la totalidad del tiempo y del espacio, a partir de la experiencia europea, colocando su especificidad histórico-cultural como patrón de referencia superior y universal. Hegel ya lo había enunciado: "La historia universal va del Oriente hacia el Occidente. Europa es absolutamente el fin de la historia universal [...] La historia universal es la disciplina de la indómita voluntad natural dirigida hacia la universalidad y la libertad subjetiva" (Hegel, [1830], 2004).

Las consecuencias de esa idea las plantea con claridad el pensador portugués Boaventura de Sousa Santos cuando al distinguir cinco lógicas o modos de producción de no existencia de las periferias coloniales señala a “la monocultura del saber y del rigor del saber” como la forma de no existencia más poderoso al transformar a la ciencia moderna y a la alta cultura en criterios únicos de verdad y de cualidad estética. (Sousa Santos, 2009). Esas lógicas de monocultura impuesta desde la colonialidad también se manifiestan en la concepción del tiempo lineal en el “cuál la historia tiene sentido y dirección únicos y conocidos. (Sousa Santos, 2009). 

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El pasaje del siglo XIX al XX dio cuenta de la expansión de la escuela como la forma educativa hegemónica a nivel mundial (Pineau, 2007). La sociedad occidental encontró en el sistema educativo una manera eficiente de formar a los sujetos que la nueva realidad social requería. En este mismo contexto, se conforma el sistema educativo argentino.

Numerosas investigaciones de ciencias sociales, han dado cuenta que la escuela cumplió un rol fundamental para el nacimiento de la nación argentina. En otras palabras, la conformación del sistema educativo argentino ha sido un proceso que constituyó la idea de nacionalidad argentina. Adriana Puiggrós (1990) presenta la noción de implantación pedagógica para referirse a que fue la república quién creó a los ciudadanos por medio de la educación común. La escuela formó, de esta manera, a los nuevos sujetos políticos y sociales. Ser civilizados implicaba expropiar memorias colectivas previas, y formar un nuevo ciudadano.

Siguiendo a Giovine (2001), este proceso implicó al menos tres cuestiones importantes: por un lado, la conformación de una identidad política nacional de carácter artificial que no incluyó identidades preexistentes, éstas quedaron alojadas en la categoría del “otro”. Resulta importante señalar que ese “otro” no era un par, sino un salvaje, a exterminar cultural o físicamente (Sousa Santos, 2009). Por otro lado, el establecimiento de la igualdad formal en el ejercicio de los derechos ciudadanos, ocultando diferencias sociales y económicas. Finalmente, una idea de nacionalidad como ficción y narrativa que contaba una historia, creencias y valores que eran transmitidos a los sujetos y constituían representaciones sociales. 

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La Ley 1420 de 1884, fue la herramienta legal para universalizar la educación común, con una finalidad estratégica que era la de unificar y consolidar una identidad. Sarmiento disputó, por un lado, con las pretensiones de la iglesia católica en torno a la educación, logrando la derrota de dicha oposición que pretendía una educación comprometida contra el ateísmo (aunque de todos modos se mantuvo la enseñanza religiosa en las escuelas públicas de manera opcional). Por otro lado, apuntó a las escuelas particulares a cargo de las colectividades de inmigrantes porque significaban un peligro para la construcción de una sociedad nacional. Previamente, en Argentina convivían diversos protosistemas escolares creados por gobernadores y caudillos (Puiggrós, 1990).

Respecto de la educación común existieron diversas propuestas en torno al debate educativo. Bartolomé Mitre, quien fundara la historia oficial argentina, consideraba necesaria la educación de una elite para construir y reproducir una clase política, antes que la educación de la población en general. Sin embargo, triunfó la propuesta Sarmientina que era de matriz francesa, desde su visión curricular orientada a la homogeneidad cultural. Asimismo, era de matriz anglosajona desde el punto de vista administrativo, puesto que los gobiernos de las escuelas quedaban en mano de los poderes locales (Grimson y Tenti Fanfani, 2014). Cabe señalar que, los debates acerca del modelo educativo para las naciones nacientes –y en disputa- desde comienzos del siglo XIX encontraban en América Latina narrativas diferentes a la sarmientina o mitrista. El modelo de Simón Rodríguez trazó, si bien en clave de universalizar la educación -como en el político y pensador sanjuanino-, proyectos y acciones que –en crítica con los modelos lancasterianos- promovían, desde una clave roussoniana de formar al ciudadano, la educación de sectores (cholas, indios, pobres, negros) que eran excluidos de otros esquemas (Puigross, 2010; Rodríguez, 2015).

Bartolomé Mitre, considerado el fundador de la Historia Oficial.

La escolarización fue un factor de homogeneización de esta generación. Los niños eran vistos como seres incompletos, en crecimiento, considerados como menores, subordinados a la autoridad y bajo la tutela del maestro en el espacio y en el tiempo escolar. La educación cumplía con la función de vincular a los niños con “la cultura” porque eran hijos de una generación descalificada sea por sus orígenes, la pobreza o ignorancia. También debía formar a los niños de familias oligárquicas con la finalidad de promover una identidad social y cultural de una nación. De esta manera, “la escolaridad se instala en la ruptura intergeneracional que inaugura un nuevo ciclo histórico de la Argentina moderna” (Carli, 2002).

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Las plurales investigaciones provenientes de las ciencias de la educación, la historia y las ciencias sociales en general, dan cuenta que la escuela fue exitosa en la construcción de la nacionalidad argentina. El Estado-nación argentino se conformó y el sistema educativo alimentó su consolidación.

Asimismo, creemos que la concepción de nacionalidad argentina contuvo necesariamente una representación respecto de América Latina, alejándola de una identidad amplia, de una patria grande o de una integración regional.

Negando las trayectorias históricas compartidas entre los nacientes estados-nacionales, se apeló a una idea de nacionalidad que nacía a partir de un “crisol de razas”, mayormente proveniente de los europeos inmigrantes, negando los posibles orígenes amerindios. De esta manera, Argentina era una nueva nación cuyo nacimiento se sucedía como ruptura con un pasado considerado oscuro, salvaje, no reconocido.

Ahora bien, cuando abordamos la idea de “nación”, nos encontramos con distintas perspectivas. Según Grimson (2012), encontramos, por un lado, la “esencialista” que presupone la coincidencia entre nación, territorio, cultura e identidad al Estado; y enfatiza la supuesta homogeneidad cultural de los miembros. Por otro lado, la perspectiva constructivista que critica la idea de que las naciones expresen la existencia previa de rasgos culturales objetivos y señala que las mismas fueron construidas por los Estados por medio de dispositivos tales como la educación, los símbolos nacionales, los mapas, los censos, los mitos, los rituales y los derechos. Finalmente, existe una tercera mirada que coincide con los constructivistas en que la identificación nacional es el resultado de un proceso socio-histórico y político contingente, pero al mismo tiempo se pregunta por la sedimentación de esos procesos en la configuración de dispositivos culturales y políticos, que conforman un marco compartido, y que entiende que no es un todo homogéneo. Esta perspectiva hace foco en la experiencia (Thompson, 1989) y en la historia vivida.

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El relato hegemónico respecto de América Latina transmitida en la escuela fue el de conflicto y no el de integración regional-cultural, lo que promovió la consolidación de una identidad nacional argentina desvinculada de los orígenes latinoamericanos.

Según Cucuzza (2007), el libro de texto escolar se constituyó como un eficaz dispositivo de construcción de la identidad nacional. Asimismo, un texto escolar se ajusta a los programas de estudio o diseños curriculares. Es un elemento que sin duda expresa la mirada hegemónica sintetizada en las políticas públicas en un momento histórico. Si bien la mayoría de los docentes se adaptaba y seguía lo pautado por éstos, entendemos que seguramente muchos hicieron uso de material complementario y que el curriculum oculto (Jackson, 1991) siempre operó en las aulas.

Más allá de esto, podemos afirmar que el curriculum es “prescriptivo” acerca de la enseñanza y de los contenidos a enseñar (Terigi, 1999) y es, de esta forma, una herramienta política educativa de valor estratégico. Señalado esto, creemos que los manuales son un interesante y rico material para analizar e intentar dar respuesta a los interrogantes que nos formulamos.

La Historia en la escuela no fue sólo una disciplina, sino que fue el instrumento para que los futuros ciudadanos –en formación- se identificaran con la comunidad nacional. Los textos fundadores fueron los de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, quiénes proyectaron una idea de nación. Ya en el siglo XX un grupo de historiadores elaboraron un relato del pasado y ofrecieron una “historia nacional” acorde a la disciplina histórica. Esta Nueva Escuela Histórica Argentina, fortaleció la idea de nación que se asienta en una definición territorial y jurídica, y no en presupuestos sociales y culturales (Romero, 2004). Para éstos la nación se terminó de consolidar en 1862, con la definitiva incorporación de Buenos Aires y el posterior control de los territorios argentinos. Este relato fue el que terminó convirtiéndose en el sentido común, y la escuela fue clave en la transmisión del mismo.

De igual manera, la Geografía del sistema escolar ha sido ante todo un discurso sobre la nación, que se centró en el territorio del estado, y a través del cual se fueron construyendo identidades y alteridades (Romero, 2004). Asimismo, la visión de ese territorio se construyó a través de tres tópicos: la extensión, sus límites y los litigios suscitados, y por supuesto el relato de su formación histórica.

Las asignaturas vinculadas a la educación cívica presentaban contenidos provenientes de la Sociología, las Ciencias Políticas, la Filosofía, la Economía y también la Geografía y la Historia. Según Romero (2004) ha tenido dos funciones. Una, instruir a los alumnos en el sistema institucional y jurídico del Estado. La otra, hacer del alumno un “argentino ideal” a través de principios sobre relaciones internacionales, valores, problemas de límites con países vecinos.

La escuela, a través de su gramática específica, condujo el proceso de formación de ciudadanía y de conformación de la identidad nacional. La enseñanza cumplió con esa función, y los libros de textos escolares son interesantes fuentes para rastrear los relatos y perspectivas que aquella escuela gestó y fortaleció.

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El sistema educativo que alcanzó altos logros en la construcción de la homogeneidad de la cultura argentina y en los perfiles destacados de la nacionalidad, lo hizo a costa de la ausencia del resto de la región. América Latina, en general, “faltó” a la escuela.

Reaparece aquel discurso pronunciado por García Márquez en Estocolmo, citado al principio de este texto, ahora en forma de planteos interrogatorios: “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?”.

Y un principio de respuesta dado por José Martí hace más de un siglo y que dejó como legado y también como plataforma de trabajo:

“La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.

 

* Profesor de Historia de vasta experiencia en la actividad docente y la gestión educativa. Fue director general de Cultura y Educación de la provincia de Buenos Aires, senador provincial electo y diputado nacional hasta 2015.
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