Ojos mejores

El autor reflexiona sobre la importancia primordial de superar la autodenigración nacional en los países sometidos al dominio imperialista.
Por Juan Carlos Jara *

Llevadles a los niños que los vean.
Haced que se ennoblezcan de montañas.
Yo, que soy montañés, sé lo que vale
La amistad de la piedra para el alma.
La virtud en los montes se humaniza,
Cual toma buen olor la hierba amarga.
Y la pálida fuerza de los mármoles
Por los cascos de hielo anticipada,
Abre en la libertad de su belleza
Ojos mejores para ver la patria.

 

Leopoldo Lugones, A los Andes1

 

Cuando hay una demora inconsulta o se cancela algún vuelo en Ezeiza; cuando los cacos atracan un shopping, un banco o un barrio privado; cuando algún funcionario entra en tratos non sanctos con el dios Mercurio, oímos a nuestros conciudadanos mediatizados por los medios sentenciar: “este país…”, “¿qué querés con este país…?”

Demás está decir que la conclusión de la frase tiene siempre, explícita o tácitamente, un marcado tono escatológico.

Entonces, por fuerza, uno se pregunta: ¿por qué “este país de mierda”? ¿Por qué las iras ciudadanas, en lugar de dirigirse a la aerolínea respectiva, a los amigos de lo ajeno o al corrupto funcionario que hace del soborno y la coima su modo de mejor vivir, se arrojan sobre el país, es decir sobre nosotros, sus habitantes y compatriotas del que suelta la frase y parece no pensar que en el fondo se está calificando, o descalificando, también a sí mismo?

La respuesta es sencilla: porque la colonización pedagógica —hija y madre a la vez de la dependencia económica y el consecuente apocamiento nacional— nos ha forjado de esa manera. Porque hemos sido educados durante años, y no sólo durante el ciclo escolar, en el obsecuente catecismo de que todo lo importado, sólo por el hecho de serlo, es superior a lo nuestro.

Y no se diga que eso es consecuencia del alto grado de ascendencia inmigratoria —más supuesta que real— que nos convierte en tan acerbos execradores de lo propio. ¿No fue acaso Sarmiento, criollo hasta la médula, el que dijo que “argentino era anagrama de ignorante”? ¿No está en Las Bases del tucumanísimo Alberdi aquello de que el más instruido de nuestros hombres resulta “inculto y selvático”, “al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce la o”? Y en contrapartida, ¿no fue un inmigrante, el notable catalán Bialet Massé, quien instaba en 1904: “es hora de levantar un poco el patriotismo, siquiera para no menospreciar lo propio”?

No, si no es cierto que todos los argentinos provienen de los barcos tampoco lo es que el presunto origen inmigratorio de muchos argentinos los hace infalibles execradores de lo propio. La verdad es otra: no tenemos “ojos mejores para ver la Patria”, como pedía Lugones, porque nos han educado para la autodenigración y no alcanzamos a comprender que cuanto más imprequemos contra el país —cuya personificación humana es el pueblo, según enseñaba Jauretche— más estaremos a merced de los funcionarios corruptos, de los ladrones de guante blanco u oscuro y, lo que es peor, de la expoliación nacional, ésa que no se ve pero se siente, a manos de los pulpos internacionales y propios que hemos sabido conseguir durante décadas y décadas de colonización mental y de la otra.

Los muchachos de FORJA —Jauretche, Scalabrini, Manzi, maestros en el arte de mirar (y pensar) sin anteojeras— lo percibían con total claridad: “Hay un sólo problema: el coloniaje. Hay una sola solución: la emancipación nacional”.

Observación que también hacía, en 1944, el coronel Juan Domingo Perón cuando dando una vuelta de tuerca al asunto, afirmaba: “Oímos hablar a menudo de que hay que recuperar la luz eléctrica, los bancos y otras cosas; pero yo digo que en primer término, hay que recuperar a los hombres que se han perdido para la buena causa”2.

Dicho en otras palabras, de lo que se trataba y aún se trata es de recuperar la conciencia nacional argentina, nuestra identidad como país soberano y desechar el sentimiento de minusvalía cultural, política, económica, incluso étnica, que nos han sabido inculcar tantos y tantos años de educación mitrosarmientina, enciclopédicamente desdeñosa de todo lo que tuviera sello propio, argentino y latinoamericano.

Porque ¿de qué vale, por ejemplo, abominar de las privatizaciones de los ‘90 (o de las prometidas ahora por algún candidato falto de escrúpulos) si nosotros mismos, en nuestro fuero interno, no estamos convencidos de que el apotegma spenceriano de que el estado es mal administrador constituye una pura falacia imperialista?

¿De qué sirve, como ha sucedido, crear instituciones que supuestamente abogan por la asunción de una imprescindible conciencia de patria si no sabemos distinguir entre réprobos y elegidos y las ponemos en manos de hombres que hace largamente se han “perdido para la buena causa”?

¿Cuál es el sentido, en fin, de emprender una batalla cultural, ciertamente imprescindible, enarbolando continuas banderas blancas, como si se pudiera pactar con un enemigo agazapado y presto para darnos un nuevo zarpazo en cuanto las circunstancias se lo permitan?

Entrar a la lucha con “el cerebro marchito y el corazón intimidado”, como decía el mismo coronel, es entrar derrotados de antemano.

Y, cabría preguntarse ¿quién ha marchitado nuestros cerebros e intimidado nuestro corazón? La respuesta es clara: el sistema pedagógico de la dependencia, presente no sólo en la educación impartida desde escuelas y cátedras universitarias sino muy especialmente desde los poderosos medios masivos de comunicación. Ese sistema educativo abstracto, eurocéntrico, constructor de un “sentido común” que se complace en denigrar lo propio y exaltar lo ajeno metropolitano. Qué mejor definición que ésta, autoinculpante, del siempre citable Padre del Aula: “Para los hombres eminentes de Europa, la formación de las teorías; para nosotros, los resultados clasificados ya. En Europa está el taller en que se fabrican los artefactos; aquí se aceptan, se aplican a las necesidades de la vida”.

 

Busto de Sarmiento. Fuente: Gaceta Marinera.

 

La consabida claridad y ruda franqueza sarmientina nos aclara el panorama: la división internacional del trabajo incluía también el orbe de la cultura. Así como Europa era la fábrica y nosotros su pródiga granja, en materia espiritual debíamos ser sumisos receptores del pensamiento “civilizador” europeo. Ellos, franceses y británicos primordialmente, creaban cultura y nosotros debíamos adoptar, sin examen previo, esa cultura importada por nuestra colonizada intelligentzia. La famosa frase de “educar al soberano”, por tanto, no entrañaba otra cosa que educarlo para la obediencia, para la subordinación ciega a cánones de todo orden (políticos, culturales, económicos) llegados a estas playas con el último paquebote de ultramar.

Resumamos en algunos pocos puntos, ya esbozados por Gugliemino en la obra citada, los rasgos más salientes del sistema pedagógico de la dominación:

  1. Divorcio entre el contenido de la enseñanza y los problemas reales del país, su historia y sus necesidades concretas. Esa desconexión entre enseñanza y realidad circundante es causa no desdeñable del desinterés estudiantil. “De ahí que —como apuntara Methol Ferré— nuestra intelectualidad piense más desde 'soluciones' que desde problemas”3. La debilidad de nuestro capitalismo inficionado de cultura imperial produce el sentido de automenosprecio y admiración del colonizado, propio de nuestros intelectuales y sus clases altas (el concepto es también de Methol).
  1. Identificación de la cultura euroyanqui con la cultura universal. Ya en los años 30, en El hombre que está solo y espera, Scalabrini Ortiz alertaba sobre el peligro de “norteamericanización” de las nuevas generaciones. Y algunos años antes, en un poema de juventud, Jorge Luis Borges lanzaba similar advertencia: “Quiero el tiempo hecho plaza. / No el día picaneado por los relojes yanquis /sino el día que miden despacito los mates”.
  1. Sustitución de la creación (punto básico de toda cultura) por la imitación, la mera copia de métodos y contenidos, lo que se traduce en “el anhelo lacayuno de conducir como pajes las colas de musas extranjeras”, como decía gráficamente Rufino Blanco Fombona4.
  1. Pertinacia en trabajar con abstracciones y conceptos pretendidamente universales. Se nos inculcan valores como libertad, democracia, paz, derechos humanos, pero vaciados de contenido concreto, olvidando que lo que en algunos lugares y latitudes emancipa, en otros puede anular o inmovilizar.
  1. Autodenigración y derrotismo. La pedagogía dependiente lleva a considerarnos “país de segunda”, cuando no “de cuarta”, a resignarnos a nuestra situación, a sentirnos derrotados antes de iniciar la lucha. Así el mitrismo historiográfico destaca el renunciamiento de San Martín y su muerte lejos de la patria pero se minimiza el hecho de que, aun anciano y enfermo, ofreció su espada (y su persona) a Rosas para enfrentar el bloqueo anglofrancés. No es extraño entonces, ya en el ámbito latinoamericano, que, como bien apunta Abelardo Ramos, cuando Gabriel García Márquez se decida a escribir una novela sobre Bolívar (El general en su laberinto) elija como etapa novelable los últimos días del Libertador, es decir los de su decepción y su derrota (“he arado en el mar”) en lugar de abordar los años brillantes de sus grandes triunfos a paso de vencedor5.

En síntesis, Raúl Scalabrini Ortiz solía citar esta certera frase de un mariscal alemán: “se vence al enemigo no destruyéndolo a él, sino destruyendo sus esperanzas de vencer”. El sistema pedagógico de la dependencia trabaja en ese mismo sentido. Dejarnos ganar por el desaliento y el escepticismo es el mejor favor que podemos hacerle al imperialismo depredador y a sus innumerables servidores con cama adentro.

 

* Historiador, poeta y ensayista.
1. En “Odas seculares”, Buenos Aires, Arnaldo Moen & Hno. Editores, 1910; pp. 30 y 31.

2. Citado por Osvaldo Guglielmino en “Pedagogía de la Emancipación, pedagogía para la Liberación”, Buenos Aires, 1985; p. 17.

3. “La crisis del Uruguay y el imperio británico”, Buenos Aires, Peña Lillo, 1959; p. 14.

4. En: “Hombres y libros”, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2004; p. 164.

5. “García Márquez historiógrafo: Bolívar y Garibaldi”. En: Jorge Abelado Ramos, “La nación inconclusa. De las Repúblicas Insulares a la Patria Grande”, Montevideo, 1994; p. 287 y ss.