Tango e intelectuales: de Güiraldes a Richepin

Fragmento del libro inédito de Juan Carlos Jara “Tango, entre la civilización y la barbarie”.
Por Juan Carlos Jara *

Los barrios del sur de Buenos Aires, y especialmente la Boca del Riachuelo, constituían a principios de siglo la principal zona de conventillos, caldo de cultivo del tango de entonces. Un abigarrado mundo multiétnico desfilaba por la esquina nocturna de Suárez y Necochea, donde se erigía el café “Royal”. Allí tocaban Vicente Loduca, Samuel Castriota, y un “botija” que haría carrera, luego de trocar el violín por la batuta: Francisco Canaro. Enfrente, en el café “La Turca”, se floreaban los hermanos Vicente y Domingo Greco. A treinta metros, sobre Suárez, el tano Genaro desplegaba su fueye en el café “La Marina” y enfrente, en el “Teodoro”, se lucía un joven y promisorio pianista llegado de Las Flores: Roberto Firpo. A la vuelta, por Necochea, los parroquianos se entusiasmaban con las variaciones bandoneonísticas del alemán Bernstein y en la esquina, haciendo cruz con el “Royal”, en un curioso café concert “a la que te criaste” se podía oír a un singular hombre orquesta, ex tipógrafo de “La Nación”, payador, payaso en el circo de Rafetto y creador de chispeantes diálogos callejeros en “Fray Mocho” y “Papel y Tinta” : Angel Villoldo, promocionado poco después como “el papá del tango”.

Por esos años del ‘900, la Boca era un barrio atestado de cantinas, restaurantes y pizzerías abiertas toda la noche, lo que atraía (como en otro ámbito los locales de Palermo) a las patotas bravas de “niños bien” entremezclados con el “sabalaje bravío” de los arrabales. Insólito connubio que culminará, las más de las veces, con la consabida escena de pugilato y la intervención pocas veces imparcial de la autoridad.

Cafetín de Buenos Aires. Ricardo Carpani. Fuente: Arte de la Argentina.

Acaso en virtud de ese extraño maridaje -“melange de caña y gin-fizz”, diría un tanguero-, el historiador uruguayo Fernando Assuncao ha esbozado la tesis de que trabajadores y oligarcas, malevos y jóvenes paseanderos -“iracundos de su tiempo”, llama a estos últimos- fueron los plurales creadores del tango, curiosa suma de expresiones de los grupos sociales de la Buenos Aires finisecular.

Lejos de confiar a tal extremo en la impronta creadora de la “indiada bien”, nos parece interesante, sin embargo, rescatar en ése, su “descenso a los infiernos” de la periferia ciudadana, una larvada y acaso inconsciente búsqueda –en lo popular- de la identidad nacional disuelta por el culto al progreso extranjerizante de las generaciones antecesoras.

Esos jóvenes despreocupados –por lo menos los más “leídos”-, que podían frecuentar con el mismo “savoir vivre” la ilustrada tertulia de la condesa de Noailles en París (previo paso por la sombrerería de Pinaud o la zapatería de Gatoyer, en el boulevard des Capucines) y la milonga de Laura Montserrat o María la Vasca en Buenos Aires, están representados en la figura emblemática de Ricardo Güiraldes, uno de los introductores del baile del tango en los salones elegantes de la capital francesa. Es el mismo escritor que, superando un tanto los escrúpulos elitistas de su clase, sintetiza así sus ideas estéticas:

En los yaravíes y los estilos está la rudimentaria expresión de la montaña y la pampa. En tejidos, ponchos y huacos está el criterio interpretativo de la forma y el color. En el lenguaje pulcro y malicioso del gaucho, el embrión de una literatura viva y compleja. Todo estaría en ser capaz de llevar estas enseñanzas a una forma natural y noble1.

La revalorización de aspectos hasta entonces desechados de las culturas mal llamadas regionales, en un momento en que la identidad del país parece desaparecer bajo la crecida del aluvión inmigratorio y el afrancesamiento esnobista de la clase dirigente, constituye un renglón digno de ser destacado; lo mismo que el regreso a la gauchesca y, particularmente, al “Martín Fierro”, del que Güiraldes fue admirador. El libro de Hernández había sido rehabilitado casi simultáneamente por Ricardo Rojas en su cátedra de Literatura Argentina, y por Lugones, a un nivel más amplio, en sus conferencias del “Odeón” alrededor de 1913. Pero, más allá de las buenas intenciones, manifiestos y declaraciones de principios güiraldeanos, ¡qué poco quedará del bravío personaje de Hernández en la módica altivez de don Segundo Sombra! La “forma natural y noble”, por la que se desviviría el estro poético del escritor, nos muestra –en su obra máxima- a un gaucho exangüe y desapasionado, fruto menos de la circunstancia histórica –la dependencia agro exportadora del país- que de la mirada prejuiciosa del “hijo del patrón”. El gaucho de Güiraldes –literariamente convincente, en tanto se mueve en un mundo cerrado y estático, de amenas esencias cuasi feudales- es, de más está decirlo, un personaje que jamás existió. Es la visión conciliadora y paternalista que de nuestro sufrido peón rural tenía (o hubiera querido tener) la clase terrateniente, enriquecida, a fin de cuentas, a costa de ese mismo padecimiento paisano2. No otra perspectiva se desprende de este párrafo de una carta a Valery Larbaud, en la que el escritor argentino trata de animar a su famoso colega a dar “el salto oceánico” y honrar con su distinguida presencia estas remotas playas sudamericanas. Para ello Güiraldes propone:

(En la Puna) compraremos algún cuerito de chinchilla o negociaremos un lote de vicuñas, y si usted lo quiere se hará regalar alguna preciosa chinita de catorce abriles, tímida como corzuela, de quien tendrá los huesos menudos, y dócil como los gatos de San Juan, de quienes tendrá los ojos sesgados3.

Semejante rasgo de mefítico celestinaje, en boca de quien se consideraba “discípulo literario del gaucho”, resulta poco menos que incomprensible, si no se tiene en cuenta que allí se desnuda la verdadera condición del propietario rural. Derecho de pernada incluido.

Ricardo Güiraldes. Fuente: Internet.

Es improbable, podrá argüirse, que fuera dable esperar algo distinto del pensamiento de un intelectual–estanciero como Güiraldes. Sin embargo, en algunos de sus escritos publicados póstumamente, su intuición de poeta periférico parece reaccionar contra los más acendrados clisés culturales y políticos de la clase a la que pertenecía y de la que se sentía miembro.

La mentira de los países que pretendieron pelear por la libertad humana –dice en un texto de 1919- se constata con el solo hecho de que son países que poseen colonias4.

Luego de tan certero desenmascaramiento de las causas que llevaron a la primera gran guerra imperialista del siglo XX, se pregunta si para los países avanzados:

cuentan los anhelos libertarios de naciones a las cuales por necesidad de rapiña los fuertes califican de impotentes para gobernarse5.

Lo que lo lleva a esta irónica y aún hoy indisputable conclusión:

Un alemán, francés o inglés que defiende su patria es un héroe. Un árabe, un hindú o un chino que hace lo mismo, es un rebelde6...

Troquemos la palabra “rebelde” por “fundamentalista”, “subversivo”, “terrorista” o alguna otra de significado intercambiable y comprobaremos la pertinencia actual del concepto. Por otra parte, digno es reconocer que tan insospechada profesión de fe “tercermundista” en Güiraldes, en la que se advierten hálitos que poco después soplarán con fuerza durante el movimiento de la Reforma en Córdoba, era más que sobrada para 1919 y parecería demostrar que la inquietud nacional de nuestro poeta no se reducía a lo literario meramente.

En carta a Enrique González Tuñón, de septiembre de 1926 -el mismo año de aparición de “Don Segundo Sombra”-, Güiraldes había escrito:

...entre nosotros, estamos casi obligados a optar entre tres cosas: o ser gauchos o ser compadritos o ser europeizados sin caracú7.

El autor de “El libro bravo” eligió, claramente, y a su manera, la primera opción –lo cual connota no poco mérito en una época en que la mayoría de nuestros intelectuales preferían “ser europeizados sin caracú”-, pero mantuvo siempre, pese a que según todos los testimonios fue un ducho bailarín de tangos y avezado guitarrero, una prejuiciosa desconfianza hacia las expresiones artísticas del pobrerío ciudadano. Él mismo había cantado al género, con no excesiva amabilidad, en un poema fechado en París en 19118.

Tango pasión, Ricardo Carpani. Fuente: Internet.

Su adjetivación es diáfana: Tango severo y triste, trágico, fatal, soberbio, bruto. Los cultores orilleros de la danza son “siluetas que se deslizan mudas, bajo la acción hipnótica de un ensueño sangriento”. Los hombres, “chambergos torcidos sobre muecas guasas”; las mujeres, “hembras entregadas, en sumisión de bestia obediente”. El ambiente, con “aliento de prostíbulo”, “hiede a china guaranga y a macho en sudor de lucha”. Por supuesto, en un ámbito así, con “ánimos que enturbia la bebida”, el previsible colofón será “un repentino estallar de gritos y amenazas, que concluirán por sordo quejido, en un chorro de sangre humeante, como última protesta de ira inútil”.

Esta visión tremendista y descalificadora de nuestra música y su entorno –propia de una clase en el fondo temerosa de las potencialidades transformadoras de la plebe- no será patrimonio exclusivo de Güiraldes; la observamos también, multiplicada hasta lo grotesco, en el “Tríptico” de “Los Vencidos” (1910) de Marcelino del Mazo. Allí, la pareja del tango ha perdido decididamente todo rasgo de humanidad: el hombre “aúlla” mientras posa su “garra” sobre la cintura de la “fosca” compañera; ésta, una “pérdida de teñida y corta crin”, se anuda a aquél “en comunión de fiereza ancestral”, semejando ambos “gajos de una extraña enredadera”, “sierpes” animadas por “un vaho de pasión impura”. Finalmente, al igual que en el poema de Güiraldes, dos puñaladas, una tragedia y el asesino que huye correrán el telón a aquella velada monstruosa en el “cenáculo ruin” del arrabal.

Los estereotipos ya están precozmente planteados: tango como sinónimo de mala vida, de puro instinto, de brutalidad; danza maligna y perversa; manifestación delictiva y oprobioso acceso a “los anales infames y un tanto apócrifos del cuchillero y del tahúr”, como diría Borges.

Es que en aquellos años próximos al Centenario –pese a que organitos, bandas y rondallas lo habían ido diseminando a cielo abierto por toda la ciudad- el tango aún era, para ciertos inflexibles detractores, expresión canallesca del bajo fondo porteño; un baile que –según la revista “El Hogar” (1913):

por su pésima condición, no es ni siquiera nombrado en los salones, donde los bailes nacionales no han gozado nunca de favor alguno.

¡Párrafo singularmente revelador!: “donde los bailes nacionales no han gozado nunca de favor alguno”. Nacionales... y populares, se podría agregar; aunque algunos confundieran, no ingenuamente, popular con grosero, chabacano, hamponesco, ruin.

Jean Richepin. Fuente: Internet.

Por aquellos años, un poeta francés nacido en Argelia, Jean Richepin, se enfrentaba en París a esos puritanos de aquí y de alláque

no se privan de abusar, velándose púdicamente el rostro, de la idea de que para este sarnoso (el tango) “popular” no es bastante, y debe pronunciarse peyorativamente “populacher10.

En una famosa conferencia pronunciada en la Academia Francesa –de la que era miembro-, Richepin esbozará una encendida defensa de la música de Buenos Aires.

¡Pensad entonces! –exclamaba burlón- ¡Una danza que tuvo por cuna las pocilgas más inmundas de la América! ¡Una danza de boyeros, de palafreneros, de gauchos, de semi-salvajes, de negros! ¡Vaya! ¡El horror!

-¡Ah! – suspiran estos feroces moralistas -, que se nos brinden las alegres y finas danzas de nuestros antepasados, las danzas en las que se despliegan exquisitamente la delicadeza y la gracia de la aristocracia francesa.

Ellas se despliegan también, señores feroces moralistas, en el Tango, en este Tango salido de las peores pocilgas cuando es danzado como os he dicho hace un instante. Y por lo demás, aprended aquí, puesto que lo ignoráis, que esas famosas danzas de otrora, esas aristocráticas danzas de nuestros antepasados, tan alegres, tan finas, tan delicadas, tan graciosas, han comenzado por ser también danzas populares. Todas, sí, todas son de origen rústico; todas son de antiguos movimientos campesinos, de viejos brincos inventados por los villanos, todas, hasta el suave minué, antiguamente ronda campesina potevina, hasta la altiva y encantadora gavota, puesta de moda por la reina María Antonieta, cuyas primeras cadencias fueron ritmadas con el chapoteo de grandes zuecos, golpeados por los morrudos muchachos de Bretaña11.

La tesis de Monsieur Richepin es claramente opuesta a la del musicólogo argentino Carlos Vega, muy reputado entre los estudiosos del tango, quien entendía que “las clases populares imitan a las clases superiores” y que “por la renovación constante de los bienes del superior, nunca enteramente alcanzado por el inferior, existe la diferencia de jerarquías en el orden cultural12”. Estamos en pleno auge del tango argentino en París y allí, paradójicamente, nuestro vapuleado género parece encontrar adalides más lúcidos que en su propia patria.

* Historiador, poeta y ensayista.
1. Blasi, Alberto Oscar. Güiraldes y Larbaud, una amistad creadora, Bs. As., Nova, 1970; p. 32.

2. Victoria Ocampo dirá años después en referencia al propio Güiraldes: “...vivió largo tiempo en una de esas inmensas estancias donde se conservan las viejas tradiciones y donde los pocos gauchos auténticos que aún quedan entre nosotros trabajan”. “Supremacía del alma y de la sangre”. (En: “Caras y caretas” N° 1918, 6-7-1935). Demás está decir que la estratégica ubicación del verbo, al final de la frase, deja sobreentendida su continuidad: “sin chistar”.

3. Blasi, A. O., op. cit.; p. 37.

4. “La Nación”, 1° de abril de 1963. (En: Soler Cañas, Luis. Güiraldes y su tierra. Bs. As., Castañeda, 1977; p. 108).

5. Ibid.

6. Ibid.

7. Id.; p. 99.

8. “Tango severo y triste. / Tango de amenaza. / Tango, en que cada nota cae pesada y como a despecho, bajo la mano más bien destinada para abrazar un cabo de cuchillo. / Tango trágico, cuya melodía juega con un tema de pelea. / Ritmo lento, armonía complicada de contratiempos hostiles. / Baile que pone vértigos de exaltación viril en los ánimos que enturbia la bebida. / Creador de siluetas, que se deslizan mudas, bajo la acción hipnótica de un ensueño sangriento. / Chambergos torcidos sobre muecas guasas. / Amor absorbente de tirano, celoso de su voluntad dominadora. / Hembras entregadas, en sumisiones de bestia obediente. / Risa complicada de estupro. / Aliento de prostíbulo. / Ambiente que hiede a china guaranga y a macho en sudor de lucha. / Presentimiento de un repentino estallar de gritos y amenazas, que concluirán por sordo quejido, en un chorrear de sangre humeante, como última protesta de ira inútil. / Mancha roja, que se coagula en negro. / Tango fatal, soberbio y bruto. / Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso. / Tango severo y triste. / Tango de amenaza. / Baile de amor y muerte”. (Güiraldes, Ricardo. “Tango, en: El cencerro de cristal, Bs. As., Losada, 1952; pp. 75-76. 1° edición: 1915).

9. Según testimonia el musicólogo Enrique Cámara (“Clarín Espectáculos”, 13-8-2001; p. 7), el célebre poeta futurista Giuseppe Marinetti escribió por entonces un virulento opúsculo titulado “¡Abajo el tango y Parsifal!” (en alusión a nuestra música y a la famosa ópera de Wagner).

10. Richepin, Jean. A propósito del tango, Bs. As., edición de la Academia Porteña del lunfardo, 1988.

11. Id.

12. Vega, Carlos. Panorama de la música popular argentina, Bs. As., Losada; pp. 32 y 34).