Notas para una epistemología latinoamericana

El autor entrelaza algunas claves epistemológicas del pensamiento nacional y latinoamericano, las cuales, desde su perspectiva, revelan un modo de acción política.
Por Carlos Javier Avondoglio *

 

A la pensadora nacional Alcira Argumedo.

 

Con frecuencia, la realidad latinoamericana ha sido estudiada mediante categorías provenientes de otras latitudes. La Universidad, en los países semicoloniales, ha tendido a jerarquizar e institucionalizar los modos importados de saber y de conocer. Nos hemos mirado casi siempre desde marcos analíticos extraños y hemos calibrado nuestras expectativas sociales con parámetros extraídos de los centros mundiales de poder, sin atender a nuestra situación de dependencia y al modo en que a ello han contribuido los esquemas epistemológicos -y aún gnoseológicos- provenientes de dichos centros.

Un cambio de esa orientación no consistiría, sin embargo, en trazar fronteras infranqueables que escindan y aíslen al pensamiento “propio” o “auténtico” del universal, sino más bien en abrir el juego a las múltiples intersecciones o diálogos que se pueden producir entre los diferentes lugares de enunciación, sin dejar de exhibir las asimetrías y tensiones que puedan existir (y que existen) entre ellos.

Como sostiene Alcira Argumedo en su emblemática obra Los silencios y las voces en América Latina (1993), una “matriz autónoma de pensamiento, con valores de orientación nacional y popular, expresada en el ensayo político latinoamericano, en la literatura, en los movimientos de masas, en las manifestaciones de resistencia social y cultural, en el legado de ideas de las capas mayoritarias, no pretende una autarquía teórica. Por el contrario, su sistematización requiere elaborar respuestas críticas frente a los paradigmas eurocéntricos demostrando el carácter parcial que los impregna […]” (2009; p.18).

Los embriones de esa matriz autónoma1 de pensamiento han surgido, habitualmente, al calor de las luchas antiimperialistas. En palabras de Argumedo: “[…] se trata […] de recuperar el potencial teórico autónomo contenido en el pensamiento latinoamericano, que se ha manifestado predominantemente bajo la forma de la política […]” (2009; p. 24). En efecto, el examen crítico de las teorías provenientes de las metrópolis ha estado estrechamente ligado a la necesidad de desanudar, en los hechos, la dependencia económica y cultural que obtura el itinerario vital de nuestros pueblos.

El carro de la revolución, mural de Alfredo Sosa Bravo, Cuba (1973).

Jorge Abelardo Ramos, político e historiador de la izquierda nacional, explica que “en las semicolonias, que gozan de un status político independiente decorado por la ficción jurídica”, la “’colonización pedagógica’ se revela esencial. Aparte de los lazos creados por la dependencia financiera, la diversión cultural cosmopolita (...) es ineludible para soldar la armadura de la enajenación” (2014; p.16). En particular, Ramos denuncia la adopción mecánica del positivismo europeo por parte de las elites locales, que viene a constituirse como el contorno ideológico de la factoría: 

[…] El positivismo comtiano satisfacía las necesidades filosóficas de la burguesía europea, si así puede decirse. Es el triunfo del racionalismo fundado en la ciencia experimental, que pretende en Europa recusar al irracionalismo romántico, dotar a la sociedad de una ciencia fundada en los hechos ciertos y extender la idea de una evolución incesante a la que no se veía límite alguno. […]

[…]

[…] [C]ircularon libremente por América Latina a fines de siglo, Adam Smith y Comte, Spencer, Bentham, Stuart Mill y Darwin. La traducción vernácula de estas corrientes consistía en practicar un librecambismo que impedía la industria latinoamericana (Smith); de comenzar la reforma de la sociedad por la reforma de las ideas (Comte); de erigir el interés individual contra el Estado y la primacía de lo útil, como norma de verdad (Spencer, Bentham) y de considerar a las razas indígenas esclavizadas como la prueba de la supervivencia del más apto (Darwin). La incorporación en América Latina del positivismo como doctrina conservadora del statu quo resultaba equivalente a la perpetuación del monocultivo, la servidumbre indígena, la producción exportable como fuente exclusiva de recursos fiscales y la ‘balcanización’”

[…]

¡El noble producto importado venía con la garantía de su sello europeo y eso era suficiente! Pero empleábamos esa superestructura jurídica y filosófica burguesa sin realizar en América Latina la revolución burguesa que la había generado en Europa. Se operaba un viaje transatlántico de las leyes y la filosofía sin importar al mismo tiempo las relaciones sociales, los métodos de producción ni la estructura de clases. […]

[…] ¡Los partidarios del positivismo burgués europeo en América Latina resultaban ser los enemigos del desarrollo capitalista en sus propias patrias!

[…]

El positivismo se revelaba, en definitiva, como una filosofía conservadora a la que habían invertido de signo al cruzar el océano; sus cándidos consumidores latinoamericanos la identificaban con las ‘ideas avanzadas’. Resucitaba bajo nuevas formas el antagonismo entre el pensamiento y la vida, patético en los siglos coloniales y que en la era insular resultaría tragicómico (2012a; p. 282 a 288).

Esa adscripción ciega al positivismo y al liberalismo económico, nos confirma Hernández Arregui, es la que signa el período en el cual “las oligarquías criollas organizan su poder” (2017; p. 84). Y la raíz de estas doctrinas, añade Fermín Chávez, es el Iluminismo, esto es: la racionalidad europea como sistema de principios y valores universales.

En este punto nos topamos con una noción que organiza un buen tramo de nuestra trayectoria cultural: el eurocentrismo, cuya géneses es reconstruida por Aníbal Quijano en los siguientes términos: “[la] elaboración intelectual del proceso de modernidad produjo una perspectiva de conocimiento y un modo de producir conocimiento que dan muy ceñida cuenta del carácter del patrón mundial de poder: colonial / moderno, capitalista y eurocentrado. Esa perspectiva y modo concreto de producir conocimiento se reconocen como eurocentrismo” (2014; p. 798).

La Tunantada (baile mestizo), David Huaytalla, Perú (2000).

Ciertamente, la perspectiva eurocéntrica –divulgada por las instituciones de la oligarquía: escuela, prensa, universidad, cultura oficial, etc.- se ha erigido, a lo largo de los últimos siglos, como un parámetro epistemológico y axiológico indiscutido, reproducible en todos los pueblos del orbe. Por eso, repetimos junto a Fermín Chávez, la “ideología de la dependencia lleva entre nosotros el nombre de Iluminismo, esto es, de una ideología antihistórica”. “La utopía iluminista -completa el entrerriano- es un postulado antiguo en el desenvolvimiento de la cultura. Se condenó a la historia tanto en su producto actual como en su existencia pasada. El pasado es realidad irracional e injusta. Lo racional debe sustituir a lo real, en tanto éste es juzgado como producto absurdo de la historia” (2012; p. 35 y 36).

De allí proviene, como podrá adivinarse, la dicotomía sarmientina de “Civilización o barbarie”, para Jauretche la “madre de todas las zonceras”:

“La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna; enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol. Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento según Europa y no según América”.

“La incomprensión de lo nuestro preexistente como hecho cultural o mejor dicho, el entenderlo como hecho anticultural, llevó al inevitable dilema: Todo hecho propio, por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno, importado, por serlo, era civilizado. Civilizar, pues, consistió en desnacionalizar —si Nación y realidad son inseparables—”.

[…]

[…] Es decir “rehuir la concreta realidad circunstanciada” para atenerse a la abstracción conceptual.

Su idea no es realizar un país sino fabricarlo, conforme a planos y planes, y son éstos los que se tienen en cuenta y no el país al que sustituyen y derogan, porque como es, es obstáculo.

[…]

Plantear el dilema de los opuestos Civilización y barbarie e identificar a Europa con la primera y a América con la segunda, lleva implícita y necesariamente a la necesidad de negar América para afirmar Europa, pues una y otra son términos opuestos: cuanto más Europa más civilización; cuanto más América más barbarie; de donde resulta que progresar no es evolucionar desde la propia naturaleza de las cosas, sino derogar la naturaleza de las cosas para sustituirla (2005; p. 23, 25 y 29, cursivas del original).

Es así como la desestimación de lo propio y la ruptura con nuestra historicidad corren parejas al arribo de los principios pretendidamente universales de la Ilustración y al subsiguiente descentramiento epistemológico, esparciéndose una arquitectura social que, pese a estar histórica y espacialmente determinada, se presenta como necesaria para todos los pueblos del mundo, sean cuales sean sus tradiciones, memorias, hábitos o identidades. Las “leyes naturales” dictadas por la filosofía europea fungen como requisito mismo del pensar, delimitan un procedimiento, operando en favor de la marcha del Espíritu Absoluto que no es sino el desarrollo del proyecto de una modernidad eurocéntrica.

Lo dicho hasta aquí nos advierte sobre la imposibilidad de dar con una matriz autónoma de pensamiento sin antes realizar una vuelta sobre nuestro pasado que nos permita localizar y desarticular las trampas tendidas por el sistema colonial, pues, como dice Ramos: “El imperialismo no ignora que la conciencia histórica es el prerrequisito de toda conciencia nacional; de ahí que los centros nerviosos de la cultura argentina continúen bajo el control espiritual de los intereses antinacionales” (2012b; p.116).

Efectivamente, las dimensiones de la historia, el pensamiento y la política operan en bloque, son inseparables entre sí. Del hilo que une esas dimensiones está hecha la epistemología latinoamericana que aún no acabamos de formular. Es preciso insistir con Jauretche:

[…] [L]o que se nos ha presentado como historia es una política de la historia, en que ésta es sólo un instrumento de planes más vastos destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la Nación. Así, pues, de la necesidad de un pensamiento político nacional ha surgido la necesidad del revisionismo histórico. De tal manera el revisionismo se ve obligado a superar sus fines exclusivamente históricos, como correspondería si el problema fuera sólo de técnica e investigación, y apareja necesariamente consecuencias y finalidad políticas (1974; p. 16 y 17).

Si la filosofía europea nos ha catalogado como “pueblos sin Historia”, ajenos al desarrollo del “Espíritu absoluto” o la “Razón universal”, la misión que se nos impone es rebatir esa arbitraria condena, identificar los rasgos singulares del pensamiento latinoamericano -brotados de la historia viva de estos países- y exponer los hilos no siempre visibles a través de los cuales el equipaje conceptual de la modernidad europea jerarquiza, pondera, niega y excluye, tributando a un interés bien definido: el de las burguesías en ascenso del occidente septentrional.

Argumedo desliza nuevas pistas sobre el tema. Para la socióloga, el punto de vista popular “recupera los relatos de las alteridades excluidas por las corrientes eurocéntricas”. “La posición nacional latinoamericana, significa entonces concebir la historia y el futuro desde un sujeto colectivo, compuesto por múltiples fragmentos sociales, rico en expresiones particulares y en yuxtaposiciones. Es la mirada de los protagonistas de la otra historia de estas tierras, presente en las luchas independentistas, en los movimientos de resistencias, en los proyectos políticos de reivindicación nacional y social” (2009; p.135 y 137).

Ixquick, Roberto González Goyri, Guatemala (1994).

En esa línea de interpretación, las diferentes vertientes que confieren su compleja fisonomía al pensamiento americano vienen desenvolviéndose desde las civilizaciones precolombinas, pasando por la conquista y el período colonial hasta desembocar en la era que se abre con las independencias y –disgregación regional mediante- la conformación de las veinte Repúblicas semicoloniales2. Cada uno de estos períodos está montado sobre un sistema de instituciones, valores, creencias y saberes -en razón de un balance de poder y un espíritu de época específicos- al que se le oponen, invariablemente, un cúmulo de resistencias. Resistencias que portan, a su vez, cosmovisiones propias y modelos de ordenamiento social alternativos: “[…] [L]os movimientos populares no son, como a menudo se afirma, una mera manifestación de fuerzas tradicionalistas o anacrónicas, de oposición a las transformaciones del mundo. Por el contrario, dan cuenta de ideas y voluntades sociales acerca de cómo han de estructurarse estas sociedades” (Argumedo, 2009; p. 162).

No es nuestro propósito –ni está a nuestro alcance- penetrar en cada una de las grandes etapas mencionadas. Nos interesa, en cambio, cerrar estas notas distinguiendo la peculiaridad del largo ciclo que se abre con la primera independencia y bajo el cual aún estamos comprendidos.

Acudiendo por última vez a Argumedo, puesto que no podríamos decirlo mejor que ella, este periodo tiene como eje vertebrador “el antagonismo de proyectos neocoloniales concentradores y fuertemente excluyentes, frente a proyectos de soberanía nacional y continental, de integración social, étnica y cultural, con consensos mayoritarios y una amplia participación, como procesos endógenos asentados en la trama histórica de cada país. Dos formas disímiles de enfrentar la modernización […]” (Argumedo, 2009; p. 162). Esa condición semicolonial o neocolonial de la que los pueblos latinoamericanos han procurado desembarazarse -todavía sin éxito- una y otra vez, expone la verdad de nuestro tiempo. Devela el otro rostro del progreso que vive (o vivió) el mundo central, su rostro cubierto de sangre: el imperialismo.

Por ello, aunque algunos lo consideren anacrónico, el horizonte de época para los pueblos latinoamericanos continúa siendo, como desde hace dos siglos, la liberación nacional; o en otras palabras, la segunda y definitiva independencia. En ese preciso sentido es que la edificación de una epistemología propia, a partir de la cual pensar, diagnosticar e intervenir sobre nuestra realidad, constituye un eslabón primordial de la acción política emancipatoria.

* Licenciado y profesor en Ciencia Política (UBA). Integrante del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana Manuel Ugarte (UNLa) y del Centro de Estudios para el Movimiento Obrero (CEMO).
Notas:
1. Alcira Argumedo define como matriz teórico-política a “la articulación de un conjunto de categorías y valores constitutivos, que conforman la trama lógico-conceptual básica y establecen los fundamentos de una determinada corriente de pensamiento. Dentro de las coordenadas impuestas por esa articulación conceptual fundante se procesan las distintas vertientes internas como expresiones o modos particulares de desarrollo teórico. […]”. Complementariamente, afirma que “las matrices de pensamiento […] conforman las bases de fundamentación de proyectos históricos y guardan una fluida continuidad con las manifestaciones de la cultura, con las mentalidades predominantes en distintos estratos de la población y en diferentes regiones, reflejando el carácter intrínsecamente polémico del conocimiento social”. Finalmente, agrega: “Las matrices de pensamiento serían entonces sistematizaciones teóricas y articulaciones conceptuales coherentizadas de esos saberes y mentalidades propios de distintas capas de la población de un país, de los cuales se nutren y a los que, a su vez, les ofrecen modalidades de interpretación tendientes a enriquecer los procesos del conocimiento y el desarrollo del sentido común. […] Son formas de tematización de determinadas visiones del mundo que han sido procesadas por las mentalidades sociales.” (2009; p. 79, 82 y 85).

2. Dentro de esta última etapa, podemos adivinar tres ciclos: el de las armas (Bolívar, San Martín, Artigas), el de las letras (Manuel Ugarte, José Martí, etc.) y el de la política (Haya de la Torre, Perón, etc.).

Textos utilizados:

- Argumedo, Alcira (2009). Los silencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular. Buenos Aires, Ediciones del Pensamiento Nacional / Colihue.

- Chávez, Fermín (2012). Epistemología para la periferia. Remedios de Escalada, Ediciones de la UNLa.

- Hernández Arregui, Juan J. (2017). ¿Qué es el ser nacional? Buenos Aires, Continente.

- Jauretche, Arturo (2005). Manual de zonceras argentinas. Buenos Aires, Corregidor.

- Jauretche, Arturo (1974). Política Nacional y Revisionismo Histórico. Buenos Aires, Peña Lillo.

- Quijano, Aníbal (2014). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En: Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires, CLACSO. Recuperado de http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20140507042402/eje3-8.pdf

- Ramos, Jorge A. (2014). Crisis y resurrección de la literatura argentina. Buenos Aires, Continente.

- Ramos, Jorge A. (2012a). Historia de la Nación Latinoamericana. Buenos Aires, Continente.

- Ramos, Jorge A. (2012b). Revolución y contrarrevolución en la Argentina (tomo II). Del patriciado a la oligarquía (1862-1904). Buenos Aires, Continente.