Ramón Doll y la deserción de la Intelligenzia

Un recorrido por la obra del escritor y polemista, su incursión en el socialismo y en el nacionalismo. Su estilo y sus principales aportes.
Por Juan Carlos Jara *

Cuando en 1957 el semanario nacionalista “Azul y Blanco” aseveraba, al comentar elogiosamente la aparición de “Imperialismo y cultura” de Hernández Arregui: “a no ser por la labor intelectual nacionalista, el libro de H. A. no se habría, acaso, escrito”, es muy posible que el anónimo autor de la nota estuviera pensando, antes que en ninguna otra, en la polémica figura de Ramón Doll, nacido en La Plata en 1898 y fallecido en Buenos Aires el 14 de febrero de 1970.
 

De todos modos, la apreciación del semanario de Sánchez Sorondo no dejaba de entrañar un equívoco: si Doll culminó su parábola ideológica en el nacionalismo (el nacionalismo de derecha, con su buena y lamentable dosis de judeofobia y conspiromanía), lo más valedero de sus aportes al esclarecimiento de la realidad cultural argentina se había producido en los años inmediatamente anteriores y posteriores al golpe de 1930, cuando pese a su escasa simpatía por el yrigoyenismo, se declaraba “sáenzpeñista” convencido y aún no creía, como lo terminará haciendo después, en “una sociedad constituida sobre principios de orden” en la que primara “la jerarquía y la reverencia que el inferior debe al superior” (cfr. “Las mentiras de Sarmiento”, ed. Federación, 1952; p.7).
 

Ese Doll, el de “Crítica” (1930), el de “Policía Intelectual” (1933) o “Liberalismo en la literatura y la política” (1934), donde por primera vez encara una crítica frontal de Bartolomé Mitre; ese Doll corrosivo, sarcástico, peleador, furibundamente lúcido en sus mejores páginas, es el que seguramente influyó en el pensamiento de Hernández Arregui pero también en el de Arturo Jauretche, Scalabrini Ortiz, Abelardo Ramos, Norberto Galasso y tantas otras personalidades del pensamiento nacional de ayer y de hoy.
Iniciado en la crítica literaria hacia 1927, uno de sus juicios más resonantes es el que prodigó al “Don Segundo Sombra”, de Ricardo Güiraldes, en un artículo de la revista “Nosotros” (n° 222-23, noviembre- diciembre de 1927; p. 270-281).

Fuente: Perón Libros.

Cuando toda la intelectualidad de la época -ésa a la que, según Vargas Vila, “la sombra de Don Bartolo Mitre había enfermado de pusilanimidad cretina”- se deshacía en elogios a la novela de Güiraldes, el quijotesco Ramón Doll arremete contra ella y sobre todo contra la perspectiva que del gaucho tiene la alta clase rural representada por el autor:


El gaucho de Güiraldes – asevera Doll-, es sin duda, el gaucho tal como lo ve "el hijo de familia" que va al campo, se endosa bombachas, enlaza, doma y quizás para identificarse más con costumbres afines hace tender su recado con la sirvienta en el corredor de la estancia. Es el gaucho que siempre han visto los hijos de los estancieros en las peonadas que trabajaban en su propiedad. Con Don Segundo Sombra, el hijo del estanciero pretende idealizar al gaucho, mostrándolo como un centauro de la pampa, estoico, discreto, valiente, sin alarde, trabajador, sin fatiga, dueño de toda clase de habilidades, para ocultar así la verdadera imagen del gaucho explotado, amargado, sometido al yugo de los trabajos rurales.


Mientras Martin Fierro “es el poema de una clase”, aseguraba Doll, “Don Segundo Sombra” era “el gaucho que ve el hijo del patrón”.
 

Si en ésta, una de sus primeras críticas literarias se anima a disparar con munición gruesa nada menos que contra un “monstruo sagrado” como Güiraldes, para colmo fallecido pocos meses antes, al año siguiente, en su folleto “El caso Radowitzky”, abogará por el indulto presidencial a este militante anarquista, quien permanecía en la cárcel de Ushuaia desde que ajusticiara, arrojándole una bomba, en 1909, al jefe de policía Ramón L. Falcón, responsable directo de la masacre obrera de Plaza Lorea.
 

En ese trabajo, Doll hace la defensa de lo que él llama “el despertar de las clases explotadas” y –conocedor del paño, ya que desde 1920 su profesión era la de abogado- dirige su crítica al misoneísmo (aversión a lo nuevo) y al clasismo oligárquico de la corporación judicial “que termina por helar con una resolución llena de arcaísmos forenses, la más cálida, la más apasionada y justiciera de las peticiones”.
 

Finalmente - y si el aporte de Doll influyó en la decisión presidencial es difícil afirmarlo-, Yrigoyen termina indultando al todavía joven anarquista (39 años) en 1930, pocos meses antes del golpe de Uriburu.
 

Ese año, crucial en la historia argentina del siglo XX, encuentra a Doll militando en el Partido Socialista Argentino, a las ideas de cuyo fundador, Juan B. Justo, rendirá tributo en algunos pasajes de sus textos de la época. Por ejemplo, cuando en su artículo sobre “La Grande Argentina” de Lugones se manifiesta enemigo del nacionalismo económico.

Según sus palabras no lo hace en nombre del libre cambio sino “en nombre de los intereses del país”, pues “sería suicida obstaculizar más de lo que ya está, la importación de productos extranjeros que es con lo único que se nos puede pagar bien nuestros propios productos”. Pese a lo erróneo de sus conceptos de fondo los chispazos de agudeza de Doll le permiten hacer una justa descripción de la mezquindad de “nuestra” burguesía industrial todavía en germen: “El llamado nacionalismo económico es un expediente comercial que atañe a la sección de propaganda de las empresas industriales radicadas y que no tienen más remedio que luchar contra la competencia extranjera, buscando, claro está, esa protección del Estado, que a nuestros terribles paladines del esfuerzo individual y de la iniciativa privada les resulta abominable, cuando la busca el obrero mediante la legislación protectora del trabajo”. (“Crítica”, 1930, p. 65).
 

Arbitrario no pocas veces y atrabiliario las más, Doll, pese a su militancia política, no tiene cortapisas ni pelos en la lengua para decir lo que piensa. En un texto sobre Mariátegui reconoce que , desechando todo dogmatismo, el marxismo “expresa una directiva para el proletariado, que éste no puede, ni le conviene abandonar” (Id., p. 73), al tiempo que con su habitual estilo provocador, en otro artículo, sobre la Guerra del Paraguay, califica al mariscal Solano López de “grasiento bodoque” y “trompeta cincuenta veces juzgado y condenado” y a la heroica defensa del pueblo paraguayo de “ludibrio colectivo de una horda de mestizos que como en tantas ocasiones, han degradado irrevocablemente el nombre de Sud América”. No hemos podido encontrar algún artículo posterior en el que se desdijera de estas palabras, en las que ya está implícita la polémica que en los años 60 se dará en el mismo seno del Instituto Juan Manuel de Rosas (uno de cuyos fundadores será Doll) entre el nacionalismo mitrista de Juan Pablo Oliver y el nacionalismo popular o de izquierda de Fermín Chávez, Faustino Tejedor y Ortega Peña y Duhalde (cfr. Boletín del Instituto J. M. de Rosas 2ª época, Nros. 4, 5 y 6, 1969).
 

Fuente: Perón Libros.

No es sin embargo por estos conceptos desafortunados sobre la heroica provincia paraguaya (entre muchos otros que con el paso del tiempo se van a hacer más frecuentes en sus escritos) por los que Doll ingresará poco a poco en el cono de sombras a que el régimen oligárquico-imperialista lo condenó hasta su muerte.
 

Es cierto que el desaforado crítico sembró su camino de enemigos que de derecha a izquierda recibieron sus furiosos impactos: desde Paul Groussac hasta Nydia Lamarque; desde Manuel Gálvez hasta Aníbal Ponce; desde Jorge Luis Borges o José Ingenieros hasta José Gabriel y Raúl Scalabrini Ortiz, con el que llegó a batirse a duelo.
 

Pero lo que en realidad convirtió a Ramón Doll en un maldito de la cultura argentina fue su osadía para ir contra la corriente arremetiendo contra muchos de los mitos de la Argentina oficial: por ejemplo cuando caratula al Chacho Peñaloza de “luchador antiimperialista” o cuando, anticipando a Jauretche, afirma que “los historiadores de Rosas se colocaron la antiparra europea para enjuiciar al Restaurador”.

Cuando rompe lanzas contra lo que él llama “la colonización psicológica inglesa” o cuando condena “la tiranía de los curiales”, esa “hidra de tres cabezas: abogado, tribuna, cátedra” que mantiene al país en estado de factoría o cuando denuncia que “la historia oficial no ha salido de una crónica sobre el avance de la civilización en la barbarie” o cuando diferencia sagazmente entre “libertad de pensamiento y libertad de empresa periodística”, otra expresión que luego será retomada por Jauretche.
 

Creemos sin embargo, que donde con mayor energía aplica Doll su tósigo en la matadura de la cultura oligárquica es en su acerba censura a la desconexión existente, a lo largo de nuestra historia, entre las minorías intelectuales europeizadas y las masas populares “de pata al suelo”. En 1930, en un reportaje en la revista “La literatura Argentina” (N° 22, junio 1930; p. 281 a 283) sostendrá con el estilo revulsivo que lo caracterizaba:


Para mí la historia de la inteligencia argentina, es una historia de deserciones, de evasiones. Jamás, en país alguno, las clases cultas y la inteligencia, viven y han vivido en un divorcio igual con la sensibilidad popular, es decir con su propia sensibilidad. Habría que hacer un día no la historia de las ideas argentinas, como Ingenieros lo intentó, ni de la literatura argentina, como lo ha hecho Rojas, ni menos aún de las ideas estéticas; -habría que iniciar la historia de la traición y de la deserción de la inteligencia argentina respecto a la vida, a la tierra, a las masas nacionalistas, gauchas o gringas. Nuestra cultura ha vivido siempre desasida, desprendida del país; se desliza, se desentiende, no se arraiga, ni se nutre de las savias nacionales. Y en definitiva habría que decir que no es cultura. Esto no es de ahora, siempre ha sido así. Ayer abominó del gaucho, hoy está abominando o comienza a abominar del inmigrante y ambos: gaucho ayer e inmigrante hoy, constituyen las únicas realidades argentinas, lo esencialmente argentino que hubo en otro tiempo y que hay ahora. Yo no sé qué fatalidad quiere que la Argentina se tenga que formar sin la colaboración de la inteligencia, de la idea.


“En este punto jamás cambió” señala Julio Irazusta con razón, pese a que en algún pasaje de “Democracia mal menor”, confiese haberse excedido en los calificativos. Así, en “Policía intelectual” (1933) volverá sobre el tema:


Es el intelectual argentino en general, un hombre que posee un desdén estúpido por el país; no lo conoce y no lo quiere conocer; y en último caso, está dispuesto en cualquier momento a creer lo que de la Argentina diga el primer viajante extranjero.
Lo que sí es cierto es que lo único que le interesa es lo que le llegó en el último correo, aunque sea la negación del medio donde se ha criado y aunque sea la negación de sí mismo. Y si eso que viene en el último correo es poco claro, es confuso y él no lo entiende, entonces el intelectual argentino dirá que es la última palabra y lo mejor que ha oído en su vida. Eso
sí, cuando hay más de cinco personas que han leído el último correo, ya el escritor argentino cree que no debe figurar más entre los cinco y espera ansioso el correo aéreo, para gozar uno o dos días de la ingenua satisfacción de conocer él solo el último artículo de la última revista europea.
¿Quién podrá decir que en la Argentina ese conflicto de lo europeo trasplantado contra la realidad nacional no es el drama de los dramas, el drama madre de donde nacen casi todos los demás? Instintivamente el teatro nacional lo había comprendido así; como que lo primero que fue a las tablas, fue la guerra del gaucho contra formas de cultura que ya hoy quien sabe si todos los argentinos se atreverían a llamar civilización, puesto que después de todo, el consabido alcalde encarnaba la barbarie capitalista y latifundista, contra un hombre que no tuvo más culpa que no entenderla y no adaptarse a ella.
(Op. cit., pp. 138-139).

Escribir cosas como éstas en plena dictadura “democrática” de Justo, cuando, al decir de Rodolfo Puiggrós, “todos los partidos eran conservadores”, entrañaba cerrarse las puertas a toda posibilidad de difusión más o menos masiva de sus ideas.

Fuente: Archivo Herrou Aragón.

Acaso buscando un amparo ante esa marginación y ninguneo, en 1936 se incorpora al nacionalismo (uno de sus libros de esa etapa es publicado por el padre Castellani en la editorial católica “Difusión”) y lentamente sus textos irán perdiendo la aguda y fresca insolencia de la etapa precedente. Ahora, muy de tarde en tarde, entre diatribas ultramontanas al bolchevismo, la masonería y el “capital judío”, asoma el joven Doll con la contundencia de su prosa plena de pasión política, “la más noble de todas”, como él mismo solía decir. Por ejemplo, cuando en 1939 sintetiza la democracia fraudulenta de la década infame como una mezcla de “urnas, cortafierros, sellos, lacres y empleados de correos”, o cuando en esa misma época pronostica el advenimiento de “un movimiento nacional de gran fondo y gran envergadura” que hará realidad las propuestas por las que luchó toda la vida.
 

Ese movimiento llegará en 1945 y Doll se incorpora a él pero ya sin entusiasmo ni convicción. Pese a que seguirá escribiendo, cada vez más espaciadamente, recensiones bibliográficas de carácter histórico y algún folleto de escasa tirada e importancia, ya es un hombre acabado.
 

En el que seguramente constituirá uno de sus últimos gestos políticos, en 1957 aparece firmando un documento junto a hombres del pensamiento nacional, exigiendo la derogación del decreto “liberticida” 4161 que prohibía la mención de la palabra “Perón” y sus diversas derivaciones.
 

Ya para entonces vivía en su casa de la calle Junín en un aislamiento absoluto. Cuando en los años ‘60 un periodista de “Confirmado” llama a su puerta con el fin de hacerle una entrevista le responde airado: “Acá no vive ningún Ramón Doll”.
 

Mucho de alegórico había en esa respuesta. Ramón Doll, el gran impugnador del sistema cultural oligárquico, el que se atrevía a calificar la prosa de Borges de “perfectamente antiargentina” y, pese a su aversión a la figura de Sarmiento, sabía reconocer que “Facundo” “es una creación poética, donde circulan los mejores jugos de la raza y de la tierra, pero constantemente sometidos al enjuiciamiento de una conciencia europea y civilizadora”, ese Ramón Doll, en efecto, había dejado de existir.

* Historiador y ensayista. Autor de "Barro de Arrabal. Vida de Cátulo Castillo", entre otros títulos.